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Vaya, vaya, que es muy tarde dijo con impaciencia la señora que primero se había levantado. Empezaron á ponerse los abrigos. Paco tomó el serenero de una señora, se envolvió la cabeza con él y salió de esta traza á la tienda, donde fué recibido con risas protectoras y benévolas. Las señoras á su vez chillaban y soltaban carcajadas agudas que provocaban á reir.

Aquel acento ténue, sutilísimo, se iba haciendo cada vez más remoto, hasta que parecia perderse entre los escombros de aquellos sepulcros, como, el acento de un moribundo parece perderse entre los misterios de la eternidad. Las señoras chillaban furtivamente á despecho suyo, y habia hombre allí á quien se erizaban los cabellos.

Algunos chicos, pregoneros de periódicos, chillaban ya desaforadamente: «La Salve que cantan los presos al reo que está en capilla». Desde que tengo uso de razón he sabido que existe la pena de muerte en nuestro país; y no obstante, siempre la he mirado del mismo modo que los autos de fe y el tormento; como una cosa que pertenece a la historia.

Una luz misteriosa, mezcla de oro de sol y azul acuático, filtrábase por las rendijas, temblando en la blancura de las paredes. Las gaviotas chillaban afuera, y pasando ante las ventanas con aleteo juguetón trazaban rápidas sombras en el muro.

Las jóvenes menestralas, que ascendían lentamente hacia la ermita, se impacientaban, chillaban, más por la suciedad del polvo, que por temor a los corceles, dirigían chufletas de peor o mejor gusto al inflexible Piscis, que éste no escuchaba siquiera, absorto en la contemplación de las patas del caballo, cuya alta dirección le estaba confiada. ¡Uf, la carretera es poco para él!

Chillaban las mujeres; sobre sus chillidos se destacaba un grito mortal; luego venía un silencio profundo. Y la gente se apartaba, dejando sitio á un hombre con ojos de loco y la diestra roja de sangre. ¡Abran cancha, hermanos, que me he desgraciao!... Todos le abrían paso; nadie pretendía detenerle, ni aún el comisario, que procuraba estar lejos.

A pesar de los mil murmullos y gritos de tan gran número de gentes, que reían, chillaban, hablaban o disputaban, el majestuoso sonido del órgano y el canto sagrado de los frailes, repercutiendo en las altas bóvedas del templo, salía a veces de él y se difundía en ráfagas sonoras sobre los asistentes que se hallaban más cerca.

Los costosos y pintorescos abrigos de éstas chillaban debajo de las bombillas eléctricas. Los caballos piafaban, los lacayos gritaban, y los coches, al acercarse lentamente a la escalinata, hacían crujir la arena de los caminos. Sonaban golpes de portezuelas, ruido de besos, voces de despedida.

Los del coche habían recobrado el habla al verse fuera de peligro y chillaban todos al mismo tiempo, comentando el suceso, sin acordarse ninguno de dar gracias a Dios, que les había arrancado de las garras de la muerte con un verdadero prodigio; tan sólo Kate, la doncella inglesa, encogida en un rincón, blanca cual un papel todavía, con las manos cruzadas, cerrados los ojos, inclinada la cabeza, parecía rezar entre dientes... Echaron entonces de menos a Diógenes y viéronle venir a lo lejos, seguido de Tom Sickles y el prusiano, que traía la sombrilla encarnada causa del percance.

La niña protestó aún más ruidosamente contra esta hipótesis indecorosa, se puso agitada hasta un grado incomprensible y, levantándose con viveza, corrió al extremo opuesto de la sala, lo más lejos posible del capitán, como si éste fuese a tomar por la fuerza lo que de derecho le correspondía. Armose en la sala un zipizape de mil demonios. Todos hablaban, reían, chillaban sin acabar de entenderse.