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Comunicábanse las habitaciones de Currita con las de Villamelón por la alcoba, y por un cuarto contiguo al del baño, con un largo pasadizo; terminaba este por un lado en el cuarto de Kate, la doncella inglesa, y por otro en una estrecha escalerilla que iba a parar a un jardín muy reducido.

En mitad de la contienda aludió Isabel Mazacán a las cartas del artillero, y este recuerdo trajo otro a la memoria de Currita, que pareció causarle grande sobresalto. Marchóse atropelladamente dejando a su rival con el insulto en la boca y corrió en busca de Kate, su doncella.

Kate lo pagaría en la tienda, y ella se olvidaría, de seguro, de pagarlo a Kate; porque en estas cosas de pagar era la duquesa mujer muy distraída... Al salir Kate, avisó que el señor marqués había vuelto. Dispensa un momento, Beatriz exclamó vivamente Currita . Voy a decir adiós a Fernandito. La duquesa hizo un gesto de complacencia íntima ante la ternura conyugal de su amiga.

Al ruido de la campanilla acudió Kate, la doncella inglesa de la señora. ¿Quién está con el señor? preguntó a esta. El señor ministro de la Gobernación... El señor duque de Bringas y don Juan Velarde juegan en el billar. Dile a don Joselito que no recibo a nadie... Tengo mucha jaqueca. Kate pareció titubear un momento y se decidió al fin a decir tímidamente: ¿Ni tampoco a don Juan Velarde?...

Kate subió apresuradamente a un coche, y una hora después entregaba todas las cartas a su señora: entre ellas venía por equivocación el billete de la lotería que la noche anterior compró Juanito Velarde al retirarse a su casa. ¡Extraña burla de la suerte!

Era un pequeño chalet de grandes ventanas y levantados techos de tejas rojizas. María Teresa había sido casi su arquitecto, pues, cuando su construcción fue decidida, exigió que se copiase fielmente cierta casita pintoresca salida de la imaginación fantástica de Kate Greenway. La noche huía, el día asomaba.

Kate lloraba desconsolada; Miss Buteffull se había puesto el sombrero y los guantes, como si esperase la orden de marchar. No hacía Currita aquellos alardes artísticos sentimentales a humo de pajas: la noticia había corrido en un segundo por los círculos políticos y aristocráticos de la corte, extendiéndose después por casinos y cafés, tiendas y plazuelas.

Tomóla Kate de sobre la mesa y se dirigió a la puerta; mas la señora, siempre taimada y astuta, y sin dejar ver a nadie el juego de sus cartas, dijole con voz muy displicente y quejumbrosa: Mira, hija, prepárame antes una dosis de antipirina... ¡Me está barruntando una jaqueca! Volvió Kate a poco, revolviendo en una copa, con preciosa cucharilla, la medicina pedida.

La duquesa de Bara habíale ya avisado con su doncella que le estaba aguardando, para ir juntas al palacio Basilewsky, y Currita, nerviosa e impaciente, preguntaba sin cesar a Kate si el señor marqués no había vuelto. No, señora respondió la doncella. Pero ¿a qué hora salió?... ¿Cómo ha madrugado tanto? Si no ha salido... ¿Pues cómo es eso? Porque desde anoche no ha vuelto. ¡Ya! exclamó Currita.

Sin llamar a Kate, saltó Currita de la cama antes de las nueve y fue a abrir ella misma una ventana para enterarse del estado del tiempo: el sol brillaba despejado, no se descubría una nube en el cielo y prometía la mañana una tarde deliciosa.