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La naturaleza cambia lentamente, a medida que avanzamos: al principio, el río, ancho y majestuoso, corre entre orillas de un verde intenso, pero la vegetación, si bien tupida y exuberante, no alcanza las proporciones con que empieza a presentarse a nuestros ojos. A la izquierda, vemos el cuadro inimitable de la Sierra Nevada, que, cruzando el Estado de Magdalena, va a extinguirse cerca del mar.

Mucho tiempo hacía que tenía gana de verme cara á cara contigo. Cuando te levantes marcha á Lorío y cuenta á tus compañeros cómo te ha hecho morder la tierra el hijo de la tía Jeroma de Entralgo. Después, sereno, majestuoso, semejante á un dios recorrió el campo de la fiesta sin que nadie se opusiera á su marcha triunfante.

Viose entonces salir de las vaguedades del crepúsculo la mesa, la larga mesa de sesenta cubiertos, con sus brillantes objetos de plata, sus ramos de flores simétricamente colocados, sus altos ramilletes de dulce, sus temblorosas gelatinas, donde la luz rielaba como en un lago. El presidente del Círculo tendió en derredor una mirada de orgullo. En verdad que el aspecto del banquete era majestuoso.

La razón por la cual Godfrey y Nancy habían salido del baile no era tan tierna como Ben se lo imaginaba. A causa de la aglomeración de las parejas, le había ocurrido un ligero accidente al vestido de Nancy. La falda, que era bastante corta de adelante para dejar ver el tobillo, era bastante larga por detrás como para caer bajo el peso majestuoso del pie del squire.

Un majestuoso edificio de nueva planta, que podemos muy bien llamar palacio, de formas elegantes, de sencilla, pero gallarda apariencia, de solidez y extension, se levanta al lado del mar en el lindo sitio de Bota-fogo, y sirve para hospital de dementes.

La cena había de ser espléndida, y como el fondín de la Tejuca era pobre y se prestaba mal al esplendor, y aun al regalo, se discurrió llevar de Río algunos platos fiambres, el champagne y otros buenos vinos, y a un hábil mozo de comedor que lo ordenase y dirigiese todo. Nadie más apropósito para esto que un esclavo negro de Arturo Machado, que fue el elegido. Según costumbre brasileña o por rara inclinación que allí había, los negros, cuando se bautizaban, sobre todo si se bautizaban adultos, y no eran criollos sino traídos de África, solían tomar nombres pomposos de héroes, emperadores y príncipes de la clásica antigüedad greco-latina. No ha de extrañarse, pues, que el maestresala que había de ir a la Tejuca se llamase Octaviano. Era alto y fornido, y, aunque tenía ya más de cincuenta años, parecía joven. Procedía este negro de un territorio del interior del África, cercano aunque independiente de las posesiones portuguesas. Y la gente afirmaba que en su país no era un cualquiera. Hasta que le cautivaron y le trajeron al Brasil, siendo él de edad de dieciséis años, se había criado con mucho mimo y cercado de profundo respeto, pues era hijo nada menos que del rey de los Bundas. Sobre esta particularidad el lector podrá creer lo que quiera. Yo refiero lo que se decía sin detenerme en averiguaciones. Sólo añadiré que el aire majestuoso y digno de Octaviano inducía a cuantos le miraban a no tener por fabulosa su regia estirpe. Resignado estoicamente a su ineluctable servidumbre, aprendió pronto cuanto le enseñaron, porque tenía mucho despejo. Y como era tan hábil y bien mandado, el látigo o chicote jamás hirió sus espaldas. Ni era conveniente para él tan rudo y degradante castigo. Si incurría en falta, la menor reprensión bastaba.

Ningún monarca ni potentado era capaz de acometer individualmente esta empresa gigantesca... Entonces, el dios amarillo cambió de forma, saliendo majestuoso y triunfador, como el sol, de la hopalanda del usurero que le había tenido oculto.

En tal estancia se prohibía el estridente dominó, y allí se juntaban los más serios y los más importantes personajes de Vetusta. Allí no se debía alborotar porque al extremo de oriente, detrás de un majestuoso portier de terciopelo carmesí, estaba la sala del tresillo, que se llamaba el gabinete rojo. En este había de reinar el silencio, y si era posible también en la sala contigua.

Al llegar al palacio, se presentan al viajero dilatados y espléndidos jardines, que son como la alfombra que se tiende al pié del edificio: fuentes y estanques en abundancia hermosean el lienzo que la vegetacion ofrece, siempre lozana en Inglaterra. Cerrando el cuadro se levanta el majestuoso palacio, todo de cristal, soberbio y admirable.

No, no era posible. Uno de los dos términos de este contraste debía ser forzosamente falso. Se detuvo el automóvil: había llegado á la avenida Víctor Hugo... Creyó seguir soñando. ¿Realmente estaba en su casa?... El majestuoso portero le saludó asombrado, no pudiendo explicarse su aspecto de miseria. ¡Ah, señor!... ¿De dónde venía el señor? Del infierno murmuró don Marcelo.