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Únicamente permanecían abiertas las tiendas donde se hacía tertulia, la de Graells, la de la Morana, y tal cual estanquillo. En el Camarote había mucha luz y gran animación. Pablito, en quien germinaban los rencores de su padre, le dijo a su amigo al pasar frente a la aborrecida tertulia: Piscis, tira una pedrada a esa puerta, y rómpeles los cristales.

Bueno, Piscis, muchas gracias... Adiós... No dejes de venir mañana, ¿eh?... Puede que salga a caballo. Decía esto con gran dulzura y amabilidad, para desagraviarle. Piscis mascullaba unas «buenas tardes» sin volverse hacia los circunstantes, y salía con los ojos torcidos, más feo y endemoniado que nunca. Al día siguiente lo mismo.

Le decía... «Ramona, te amo». ¡Ave María! ¡A una sardinera! exclamó la niña riendo también y haciéndose cruces. ¡Si vieras con qué voz temblorosa lo decía, y cómo ponía los ojos en blanco!... Aquí está Piscis, que también lo oyó... Piscis dejó escapar un gruñido corroborante.

Ya está buena gruñía Piscis. ¿Vienes de la cuadra? . Bien... pues de todos modos hoy no puedo salir... Tengo una rozadura aquí... salva sea la parte... Algunos días Piscis entraba en la sala de costura, y sin decir nada aguardaba sentado un rato, no muy largo casi nunca, porque abrigaba vehementes sospechas de que las costureras se reían de él, y esto le tenía sobresaltado y en brasas.

A pesar de la veneración que Pablito le inspiraba Piscis llegó a presumir que le gustaba una de las costureras. ¿Cuál? Su perspicacia no llegaba a resolverlo. Comenzaron de nuevo su cántico las jóvenes, pero al llegar a aquello de Sólo , mujer divina, rezarás una plegaria en mi tumba solitaria, etc. Pablito soltó otro berrido estridente y atronador. Vuelta a la risa. Venturita se puso seria.

Piscis, adiestrado por su padre desde niño, era el mejor jinete de Sarrió; por consiguiente, para Pablito la persona más digna de ser admirada. El hijo de don Rosendo era el chico más rico de la población: para Piscis, debía de ser, claro está, lo más respetable y digno de veneración que había sobre el planeta. Nadie sabía a qué época se remontaba esta amistad.

Se había visto a Pablito y Piscis eternamente juntos, cuando niños. Ya hombres no fué parte a separarlos la diversa posición social que ocupaban. El lugar de reunión de estos jóvenes notables era constantemente la cuadra de don Rosendo.

Las jóvenes menestralas, que ascendían lentamente hacia la ermita, se impacientaban, chillaban, más por la suciedad del polvo, que por temor a los corceles, dirigían chufletas de peor o mejor gusto al inflexible Piscis, que éste no escuchaba siquiera, absorto en la contemplación de las patas del caballo, cuya alta dirección le estaba confiada. ¡Uf, la carretera es poco para él!

Entraron en él y bebieron en silencio sendas copas de chartreuse, sin que por eso los cerebros dejasen de trabajar activamente. Al levantarse Pablito, dijo: Lo mejor será engancharla con el Romero. Eso mismo estaba pensando yo profirió con fuego Piscis. Después que hubieron salido, éste preguntó, no con palabras, sino con una horrible mueca, a dónde iban. Allá.

Ambos sentían aversión por el sonido articulado, sobre todo Piscis, y escatimaban su empleo. Mas a Pablito lo mismo le daban ya pitos que flautas. Hombre, Piscis... ¡tengo una pereza!... ¿Quieres hacerme el favor de ir a la cuadra y decirle a Pepe que le otra untura de aceite al Romero? Yo se la daré respondía con semblante fosco Piscis.