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Sentáronse también los de Peleches; y después de saber por don Adrián que don Claudio Fuertes se había separado de él para ir un rato al Casino, comenzaron a contarle las peripecias del paseo, con grandes elogios del barco y otros mayores de la pericia náutica y extremada bondad de su hijo. El cual, entre tanto, caminaba a todo andar hacia el muelle.

Nada, nada: cada uno es cada uno, y yo bien lo que me hago... Y también usted lo sabe al venirse conmigo, señor don Adrián añadió Fuertes volviéndose un momento hacia el boticario . Porque yo doy por supuesto que usted tampoco se queda, aunque le aspen.

Me parece una gran idea respondió ésta entregando al mismo tiempo a don Adrián las acuarelas . Y dígale usted, de mi parte, que cuando vaya nos lleve algunas obras más de esta clase, para verlas... y admirarlas... ¡Ay, qué bien lo hace, don Adrián! ¡Quién fuera capaz de la mitad de ello siquiera! ¿De veras, señorita? preguntó el boticario conmovido de gusto.

Cuando llegaron estas ocho á la Roqueta, echando gente á tierra para la aguada sin el orden debido, por competencia sobre quién había de hacer cabeza, los turcos, que vieron el desorden y las proas de las galeras á la mar, descuido inconcebible, por vengar los muertos de la escaramuza anterior, cargaron con furia, matando 150 españoles, comprendidos los Capitanes Alonso de Guzmán, Antonio Mercado, Adrián García, Pedro Venegas y Pedro Bermúdez .

Abriola don Alejandro, que ya había entrevisto al pendolista en la bastarda algo temblona del sobre; leyó la firma ante todo, y dijo a Nieves: De quien yo me presumía por la letra. ¿De quién, papá? Del famoso farmacéutico. A ver qué se le ocurre al bueno de don Adrián.

Mi señor don Alejandro dijo aquí don Adrián enjugándose el rostro macilento con su pañuelo de yerbas, y entrando a cortos pasos en el gabinete, me he permitido afirmar esa... mentirilla, eso es, para que se me franquearan, , señor, estas puertas... ¡Mal hecho, caray, mal hecho!

Convínose en ello, porque, al cabo y al fin, al boticario igual le daba, y sentáronse el padre y la hija en las banquetas que don Adrián les arrimó, ofreciéndoles de paso un refresco de jarabe de moras o de agraz, que había en la botica, hechos en aquella misma semana... o chocolate que les bajarían de casa... «con toda franqueza». Se lo estimaron mucho, pero no quisieron tomar cosa alguna.

Se golpeaban las espaldas con las manos abiertas, se separaban, mirábanse un momento, se sonreían; y vuelta a abrazarse y a desabrazarse, y a mirarse y a sonreírse... y a todo esto, sin dejar de decirse cosas... «¡Caray, cuánto me alegro! ¡Con qué placer le abrazo, canástoles! ¡Otro, don Alejandro! ¡Con toda el alma, don Adrián!... ¡Si no pasan días por usted, canástoles! ¡Si está usted hecho un mozo, caray!... ¡Hala con otro! ¡Ya se ve que , ja, ja!... ¡Qué don Adrián tan famoso! ¡Vaya con el bueno de don Alejandro!

Porque debo cerrármelas, eso es, y no volver a llamar a ellas mientras no traiga en las manos, , señor, las pruebas de haber reparado la ofensa inferida a usted... Y se reparará, , señor, yo lo fío. No es fácil, amigo don Adrián. Yo repito que lo es, mi señor don Alejandro... ¡Yo repito que lo es!

Cabalmente llevaba encargo de don Adrián, muy encarecido y casi llorado, de interceder por ellos, de suavizar asperezas, y propósito muy bien hecho de complacer al bendito boticario, por creerlo conveniente y hasta de justicia. ¡En mal hora lo intentó!