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Extinguido ya la mayor parte del alumbrado en el fondín, sólo ardía una bomba en cada cuádruple mechero; los mozos charlaban sentados en los rincones, o conducían perezosamente a la cocina obeliscos de platos grasientos y sucios, y montones de arrugadas servilletas.

Aresti, al cerrar la noche, buscó refugio en un fondín que servía de alojamiento á muchos que iban al santuario de Loyola.

La cena había de ser espléndida, y como el fondín de la Tejuca era pobre y se prestaba mal al esplendor, y aun al regalo, se discurrió llevar de Río algunos platos fiambres, el champagne y otros buenos vinos, y a un hábil mozo de comedor que lo ordenase y dirigiese todo. Nadie más apropósito para esto que un esclavo negro de Arturo Machado, que fue el elegido. Según costumbre brasileña o por rara inclinación que allí había, los negros, cuando se bautizaban, sobre todo si se bautizaban adultos, y no eran criollos sino traídos de África, solían tomar nombres pomposos de héroes, emperadores y príncipes de la clásica antigüedad greco-latina. No ha de extrañarse, pues, que el maestresala que había de ir a la Tejuca se llamase Octaviano. Era alto y fornido, y, aunque tenía ya más de cincuenta años, parecía joven. Procedía este negro de un territorio del interior del África, cercano aunque independiente de las posesiones portuguesas. Y la gente afirmaba que en su país no era un cualquiera. Hasta que le cautivaron y le trajeron al Brasil, siendo él de edad de dieciséis años, se había criado con mucho mimo y cercado de profundo respeto, pues era hijo nada menos que del rey de los Bundas. Sobre esta particularidad el lector podrá creer lo que quiera. Yo refiero lo que se decía sin detenerme en averiguaciones. Sólo añadiré que el aire majestuoso y digno de Octaviano inducía a cuantos le miraban a no tener por fabulosa su regia estirpe. Resignado estoicamente a su ineluctable servidumbre, aprendió pronto cuanto le enseñaron, porque tenía mucho despejo. Y como era tan hábil y bien mandado, el látigo o chicote jamás hirió sus espaldas. Ni era conveniente para él tan rudo y degradante castigo. Si incurría en falta, la menor reprensión bastaba.

La luz opaca del farol, filtrándose a través de la cortinilla de azul tafetán; el gris uniforme y mate del forro, que parecía blanquecina colgadura; el silencio, la atmósfera reposada, sucediendo a la claridad brutal y a la confusa batahola del fondín, convidando estaban a apacible sueño y sosiego. Desabrochó Lucía la goma de su sombrero, colocándolo en la red.

Y hasta más de media noche duró la cena en el fondín principal del pueblo: un banquete de platos populares y substanciosos, tales como los soñaban aquellos ricos improvisados en su época de hambre: conejos de monte, gallinas en toda clase de guisos, bacalao bajo todas las formas, un interminable desfile de viandas vulgares rociadas desde la primera á la última con champagne de las mejores marcas.

No era muy genuino, ni muy aromático el del fondín de Venta de Baños; y con todo eso, al introducir en sus labios por vez primera la cucharilla, al sentir el leve amargor y el tibio vaho que la penetraban, experimentó Lucía hondo estremecimiento, algo como una expansión de su ser, cual si a un tiempo se abriesen sus sentidos, semejantes a capullos de arbusto que a la vez florecen todos.