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Dejaba hacer a Celemín, como Dios deja hacer a los déspotas y tiranos, sabiendo que la voluntad y autoridad de ellos son inútiles, y que la providencia, el designio providente del autor, reside dentro de cada uno de los personajes que juegan el drama, a modo de ley fatal o ineluctable norma de acción.

No desmayéis en predicar el Evangelio de la delicadeza a los escitas, el Evangelio de la inteligencia a los beocios, el Evangelio del desinterés a los fenicios. Basta que el pensamiento insista en ser en demostrar que existe, con la demostración que daba Diógenes del movimiento , para que su dilatación sea ineluctable y para que su triunfo sea seguro.

Entro en su casa, a pesar mío, como evocado por un conjuro; y, no bien entro en su casa, caigo bajo el poder de su encanto; veo claramente que estoy dominado por una maga, cuya fascinación es ineluctable.

La cena había de ser espléndida, y como el fondín de la Tejuca era pobre y se prestaba mal al esplendor, y aun al regalo, se discurrió llevar de Río algunos platos fiambres, el champagne y otros buenos vinos, y a un hábil mozo de comedor que lo ordenase y dirigiese todo. Nadie más apropósito para esto que un esclavo negro de Arturo Machado, que fue el elegido. Según costumbre brasileña o por rara inclinación que allí había, los negros, cuando se bautizaban, sobre todo si se bautizaban adultos, y no eran criollos sino traídos de África, solían tomar nombres pomposos de héroes, emperadores y príncipes de la clásica antigüedad greco-latina. No ha de extrañarse, pues, que el maestresala que había de ir a la Tejuca se llamase Octaviano. Era alto y fornido, y, aunque tenía ya más de cincuenta años, parecía joven. Procedía este negro de un territorio del interior del África, cercano aunque independiente de las posesiones portuguesas. Y la gente afirmaba que en su país no era un cualquiera. Hasta que le cautivaron y le trajeron al Brasil, siendo él de edad de dieciséis años, se había criado con mucho mimo y cercado de profundo respeto, pues era hijo nada menos que del rey de los Bundas. Sobre esta particularidad el lector podrá creer lo que quiera. Yo refiero lo que se decía sin detenerme en averiguaciones. Sólo añadiré que el aire majestuoso y digno de Octaviano inducía a cuantos le miraban a no tener por fabulosa su regia estirpe. Resignado estoicamente a su ineluctable servidumbre, aprendió pronto cuanto le enseñaron, porque tenía mucho despejo. Y como era tan hábil y bien mandado, el látigo o chicote jamás hirió sus espaldas. Ni era conveniente para él tan rudo y degradante castigo. Si incurría en falta, la menor reprensión bastaba.

Belarmino se mantiene con los brazos en cruz: pero ahora no mira al firmamento, sino a Apolonio. Apolonio vacila un segundo, nada más que un segundo. Una fuerza ineluctable, una exigencia del destino le lleva, también con los brazos abiertos, la botella en la mano, y en alto, agresivo, hacia Belarmino. Belarmino se adelanta a su encuentro.

Las mejores páginas que Balzac, Dumas y Daudet consagraron á la descripción de este pavoroso estado de alma, son muy inferiores al cruel examen que Mirbeau hace del fatalismo trágico, ineluctable, de las pasiones infames. «El abate Julio» es el fracaso del sacerdote obligado, por sus votos, á no tener familia.