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Pero desde entonces acá me he perfeccionado en el alemán. ¡He tenido tantas ocasiones de aprenderlo!... Mi vocabulario se ha enriquecido con una infinidad de locuciones, de frases. Aunque ya las hablo, no las canto... ¡Oh, no; no me entran deseos de cantarlas!... Pero volvamos a mi coche. Andábamos muy despacio, por una avenida orillada de árboles y casas blancas. De repente, detúvose el cochero.

Era el coche alquilón; a ratos parecía que andábamos tanto atrás como adelante, a modo de quien pisa nieve; a ratos, que estábamos columpiándonos en un mismo sitio, y llegó por fin a ser tan completa la ilusión, que temeroso yo de alguna pesada burla de Carnaval, parecida al viaje de don Quijote y Sancho en el Clavileño, abrí la ventanilla más de una vez, deseoso de investigar si después de media hora de viaje estaríamos todavía a la puerta de mi casa, o si habríamos pasado ya la línea, como en la aventura de la barca del Ebro.

Nosotros andábamos, andábamos sin detenernos. Considerando que lo mejor que podía hacer era seguir a mi viejo acompañante, mis alas se desplegaban a compás de las suyas, para replegarse y quedar inmóviles tan pronto como él se detenía.

No es como en Francia, donde andábamos siempre á puñadas con los hombres y con la rodilla en tierra y la mano abierta ante las mujeres. ¡Qué tiempos aquellos! Con tal que vuelvan pronto.... Y además, se trata de saldar una cuentecilla pendiente.

Pero en seguida se probó que no andábamos equivocados en nuestras apreciaciones, pues apenas hubo cesado Bill de gruñir, cuando hacia la entrada oímos un paso rápido y el roce de un vestido empapado en agua; la puerta se abrió de par en par, y apareció una joven que, mostrándonos con su sonrisa los destellos de sus blancos dientes, y el centellear de sus ojos negros, con una carencia absoluta de toda ceremonia y timidez, entró, cerró la puerta y apoyose jadeante contra ella.

Don Hilario, el maestro, mandaba recados a casa avisando que el día tal o cual no había ido; pero mi madre me disculpaba siempre y, como veía que me iba poniendo robusto y fuerte, hacía la vista gorda. Los domingos y los días de labor que faltábamos a clase solíamos ir al arenal, nos quitábamos las botas y las medias y andábamos con los pies descalzos.

Con el Cachalote no andábamos mas que por el puerto y por la ría; no nos atrevíamos a cruzar la barra en una lancha tan ligera, porque una ola un poco más fuerte podía tumbarla. Si el puerto no tenía nada que ver, en cambio la ría era muy bonita. Una de las orillas la formaba un arenal fangoso, en donde estaba el astillero de Shempelar.

A uno decía mi buen ayo: «Mañana me traen dineros»; a otro: «Aguárdeme V. Md. un día, que me trae en palabras el banco». Cuál le pedía la capa, quién le daba prisa por la pretina; en lo cual conocí que era tan amigo de sus amigos, que no tenía cosa suya. Andábamos haciendo culebra de una acera a otra por no topar con casas de acreedores.

No se lo devolvían como él lo quería, personal, providente, atento a las oraciones de los hombres, pero al fin lo alzaban sobre el Universo material como su principio y su razón. Ya no andábamos perdidos como tristes náufragos en el océano turbulento de las fuerzas físicas; ya teníamos algo a donde levantar los ojos y el corazón. El malo volvía a ser malo, y el bueno, bueno.

Y ¿a qué negarlo, si era la pura verdad y yo, hasta entonces, no me había avergonzado de ella? En éstas y otras, como ya anochecía y andábamos casi a tientas entre los papelotes del despacho, volvimos al salón, precisamente al mismo tiempo que entraba en él el señor de la casa, con un quinqué encendido en la mano.