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¡No puede ser! respondieron de abajo. ¡Cómo! ¡Cómo!... ¡Esos taquetes! ¡Echar esos taquetes! Y con las mejillas inflamadas, agitado, convulso, gritaba como un energúmeno mientras la jaula descendía lentamente. Un frío glacial penetró en el corazón de todos. En el compartimiento de arriba algunas damas lanzaban chillidos penetrantes.

El cigarro en la boca y el junco cimbreño en la mano, entraban en la Bolsa las dos primos, atropelladamente, asaltando los grupos, codeando a todo el mundo, en dirección a la pizarra, a ver la cotización de los valores: hacían un gesto, lanzaban una exclamación, y con el lapicero tomaban rápidamente apunte. ¿Qué te parece, ché? ¡El oro ha subido diez puntos!

Al volver hacia casa todas juntas, veían cómo en el cielo comenzaban a brillar las estrellas y escuchaban a los sapos, que lanzaban su misteriosa nota de flauta en el silencio del crepúsculo...

Las señoras lo hicieron con una compostura y un recogimiento que edificaba: las ebúrneas manos, donde los diamantes y esmeraldas lanzaban destellos, cruzadas humildemente; la hermosa cabeza hundida en el pecho. Estaban irresistibles. Aunque no fuese más que por galantería, el Supremo Hacedor estaba obligado a concederles lo que pedían.

Lo necesario era creer en algo, tener esperanza. Las multitudes no se habían movido nunca al impulso de razonamientos y críticas. Sólo se lanzaban adelante cuando alguien hacía nacer en ellas ilusiones y esperanzas. Podían los filósofos buscar inútilmente la verdad á la luz de sus razonamientos.

UN CAMPESINO. Pero, ¿cómo ocurrió eso, señor? Porque se había dicho que ustedes hundieron su tartana. EL MARINO. Y es cierto, compadre, pero acto continuo reapareció a nuestra popa, cubierta de llamas y con más de diez mil demonios encima que lanzaban fuego por boca y ojos. MUCHAS VOCES. ¡Virgen santa! ¡rogad por nosotros!

En cuanto a , escuchábale con atención, porque me parecía que una voz conocida llegaba a mis oídos; el extranjero se preparaba a seguir los elogios de Carlos, cuando éste entró en el salón. Apenas vio al desconocido, Carlos se enrojeció; sus ojos, de ordinario tan dulces, lanzaban miradas ardientes, y un temblor nervioso agitó todo su cuerpo.

Era un cariño ciego el que le tenía: lo mismo era verle, que sus bracitos se agitaban de alegría, lanzaban chispas de gozo los ojos, y pedía con toda la fuerza de sus pulmones que trajesen a Michel, o le diesen a ella la muerte. Así que le tenía cerca, le tiraba por los cabellos hasta hacerle llorar, en señal de admiración, o bien llenaba su rostro de baba.

La confusión á bordo de ambos piratas fué espantosa y grande la matanza, pues los arqueros lanzaban sus flechas y dardos desde lo alto del enorme Galeón, que dominaba las cubiertas enemigas. Además, en aquella masa compacta, pronta al abordaje del que creían ser punto menos que inofensivo buque mercante, no se perdía una sola flecha y los piratas caían á montones, muertos ó heridos.

Eran los forasteros, los ricachos que llegaban á la fiesta llevando una verdadera fortuna en sus bolsillos. Para conocer su importancia bastaba con fijarse en las miradas que lanzaban á las gentes y las casas, con altivez de magnates que descienden á mezclarse en una diversión campestre. ¿Y entre aquellas míseras gentes estaban los que habían osado desafiarles?... ¡Pobres cuitados!