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¡Viva el gobierno! ¡Viva la Verdadera Revolución! ¡Vivan las mujeres! gritaban al pasar entre el gentío. Y sus gritos los lanzaban de buena fe, sin ninguna ironía. Lo importante para ellos era hacer la guerra, no parándose en averiguar contra quién la hacían.

Los cafés, desbordantes de público, lanzaban por las bocas inflamadas de sus puertas y ventanas el rugido musical de las canciones patrióticas. De pronto se abría el gentío en el centro de la calle entre aplausos y vivas. Toda Europa pasaba por allí; toda Europa menos los dos Imperios enemigos saludaba espontáneamente con sus aclamaciones á la Francia en peligro.

Había nacido el industrialismo, y las fábricas del interior lanzaban por el ferrocarril, recientemente instalado, un oleaje de productos que las flotas iban transportando á todos los puebles del Mediterráneo.

De vez en cuando, los «pingüinos», parleros y movedizos en sus explosiones de exuberancia, lanzaban una sonrisa amable del lado enemigo, pero la sonrisa quedaba perdida en el espacio o era contestada con leves movimientos de cabeza.

Los diez y ocho hombres que componían entonces la tripulación, obedecieron en silencio y dirigieron una última mirada a sus compañeros, a sus hermanos, que lanzaban gritos espantosos viendo al brick alejarse. Después, como la brisa soplaba mucho, El Gavilán se encontró bien pronto lejos del lugar del combate.

Lanzaban los perros alaridos entrecortados, de interrogación y deseo, sin atreverse aún a tomar posesión de la pitanza; a una voz de Primitivo, sumieron de golpe el hocico en ella, oyéndose el batir de sus apresuradas mandíbulas y el chasqueo de su lengua glotona.

A Ojeda le pareció oír mentalmente un alarido general, un relincho inmenso que subía hasta el cielo; y no lo lanzaban las bocas, repentinamente secas: partía de los ojos extraviados, de las ropas estremecidas, de las narices palpitantes. La miraban lo mismo que los pueblos primitivos debieron mirar la primera revelación celeste.

«Et luego con gran traballo comenzaron a fer los muros de la villa, no solament con agua et con tierra et con piedra, mas aun con sangre, por que los unos lanzaban los muros et los otros defendienlos et combatiense con los moros.

Pero como a Luis le habían dicho esto mismo todos los que fueron a hablarle en favor de Ernestina, lo escuchaba como quien oye una música antigua y empalagosa. Vuelto casi de espaldas a su mujer, miraba el camino, los Viveros, bajo cuyas arboledas bullía una alegre multitud. Los pianos de manubrio lanzaban sus chillonas notas, semejantes al parloteo de pájaros mecánicos.