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Y así fué dando cuenta de todos hasta llegar al noveno. Allí percibieron ruido de voces y vieron iluminada la abertura. Aquí es donde vamos a almorzar. Antes visitaremos el onceno para ver los trabajos. Después de pasar el décimo, gritó con toda su fuerza: ¿Están echados los taquetes? Se oyó una voz lejana en el fondo que decía: No. ¡Echarlos ahora mismo! gritó el director agitado.

¡No puede ser! respondieron de abajo. ¡Cómo! ¡Cómo!... ¡Esos taquetes! ¡Echar esos taquetes! Y con las mejillas inflamadas, agitado, convulso, gritaba como un energúmeno mientras la jaula descendía lentamente. Un frío glacial penetró en el corazón de todos. En el compartimiento de arriba algunas damas lanzaban chillidos penetrantes.

¡Creíais, creíais!... Pues tened cuidado con creer estupideces. El duque recobró el uso de la palabra. ¡Sabéis, hijos míos, que gastáis unas bromas ligeras con vuestros compañeros!... ¡Ponerles la muerte delante de los ojos! ¡La muerte! exclamó el minero que había hablado. No, señor duque dijo el director . Si no echan los taquetes nos hubiéramos bañado hasta la cintura. ¿Nada más?

Las de abajo gritaban también y se cogían con fuerza al brazo de los caballeros. Algunas se desmayaron. Fué un momento de angustia indescriptible. Creían llegado el fin de su vida. Y el director no cesaba de gritar: ¡Esos taquetes! ¡Esos taquetes! Y las voces de abajo se oían cada vez menos distantes: ¡No puede ser! ¡No puede ser!