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Dominado por los recuerdos, al verse de nuevo en su casa, después de algunos meses de estancia en Madrid, permaneció un buen rato inmóvil en el patio, mirando los balcones del primer piso, las ventanas de los graneros de las que tantas veces se había retirado de niño, advertido por los gritos de su madre; y al final, como un velo azul y luminoso, un pedazo de cielo empapado de ese sol que madura como cosecha de oro los racimos de inflamadas naranjas.

Sus ojos, fatigados por la escritura, huían de las ampollas eléctricas del techo, inflamadas en plena tarde, para reposarse en los rectángulos de las ventanas que encuadraban el azul grisáceo de un día de invierno. La blancura de la madera laqueada temblaba con cierto reflejo húmedo que parecía venir del exterior. Dos salones agrandados por la escasez de su altura eran el campo visual de Ojeda.

Le respeta la tolerancia con que los monarcas sarracenos acogían todas las doctrinas religiosas, y convierte a sus dos hermanas, dos hermosas moras que toman los nombres de Gracia y María, e inflamadas de santo entusiasmo quieren acompañar al hermano en sus predicaciones. Pero el viejo rey de Carlet había muerto.

Ramiro pensó con religioso espanto en las cuestas del eterno castigo que los réprobos tienen que trepar con los pies y con las manos, para caer de nuevo en las ondas inflamadas, y volver a trepar y a caer sin perdón y sin tregua, indefinidamente. Sentose sobre un peñasco. El río se deslizaba a una hondura terrible entre rocas herrumbradas y fieras.

Algo le hacía, de seguro, la mano oculta que alimentaba las lámparas de los cielos, porque, a medida que me alejaba de él, puesto que descendía, redoblaba su fuerza penetrante. No es posible formarse idea de esos calores sin haberlos sufrido; las rocas parecen inflamadas, la tierra enrojecida calienta el aire que abrasa la cara, irrita los ojos, turba el cerebro.

Pero sus ojos macilentos, de córneas ligeramente inflamadas, los manchurrones rojizos y malsanos de su rostro, cierta timidez al verse en presencia de alguien que por su superioridad le hacía recordar el pasado como un remordimiento, revelaban los vicios tenaces de su vida fracasada. De pronto, para no delatarse en los azares de una larga conversación, se apresuró a despedirse del poeta.

El conde seguía sonriendo como antes. Quemaba ya la hierba por todas partes y chisporroteaba arrojando pavesas inflamadas que se apagaban instantáneamente y caían convertidas en ceniza. El día estaba concluyendo. La mancha negra de la esquina se había extendido cual si fuese aceite por toda la pomarada.

Mirando atrás, vimos que las secas espigas ardían como yesca, inflamadas por algunos cartuchos caídos por allí, y sus terribles llamaradas nos freían de lejos la espalda. «O tomar la noria o morir», pensamos todos. Nos batíamos apoyados contra una hoguera, y la hambrienta llama, al morder con su diente insaciable en aquel pasto, extendía alguna de sus lenguas de fuego azotándonos la cara.

Raúl no quería oír nada y le cerraba la boca con sus declaraciones inflamadas y sus calurosas protestas, fraseología sentimental en la que sobresalía y de la que se servía esta vez con una sinceridad más comunicativa que su habilidad ordinaria. La amaba, y el amor era la razón suprema y el supremo deber.

Detrás venía la Niña avergonzada, sumisa, con las mejillas inflamadas y los ojos llorosos. Sentose otra vez a la mesa y, sin osar levantar los ojos a su hermana mayor, que la miraba aún con cierta dureza, tomó humildemente las cartas y se puso a jugar.