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Una cinta de humo se enroscaba á continuación de sus dobles chimeneas. Su proa, cuando no estaba oculta, expelía cascadas de espuma, levantándose hasta mostrar el principio de la quilla. De noche navegaban todos con pocas luces: un simple farol á proa para aviso del que marcha delante y otro á popa para indicar la ruta al siguiente. Estas luces macilentas apenas se veían.

Maltrana pensó en los traperos de Tetuán, en los obreros de los Cuatro Caminos y de Vallecas, en los mendigos y vagos de las Peñuelas y las Injurias, en los gitanos de las Cambroneras, en los ladrilleros sin trabajo del barrio que tenía delante, en todos los infelices que la orgullosa urbe expelía de su seno y acampaban a sus puertas, haciendo una vida salvaje, subsistiendo con las artes y astucias del hombre primitivo, amontonándose en la promiscuidad de la miseria, procreando sobre el estiércol a los herederos de sus odios y los ejecutores de sus venganzas.

Valls había sacado su pipa, llenándola de tabaco inglés, y expelía olorosas bocanadas. Febrer, con la vista fija en el paisaje, abarcando en su retina deslumbrada el cielo, los montes, el campo y el mar, habló en voz baja, como si dialogase consigo mismo. La vida era hermosa. Lo afirmaba con la convicción del resucitado que vuelve inesperadamente al mundo.

Lo primero que pudo ver fué un ventanal, más ancho que alto, con vidrios de colores. Una walkyria galopaba en él, con la lanza en alto y la cabellera flotante, sobre un caballo negro que expelía fuego por las narices. A la luz difusa de la vidriera columbró tapices en las paredes y un diván profundo con almohadones floreados.

Los restos de la existencia diaria, la comida y los trapos rotos, los expelía Madrid hacia lo alto; los residuos de su lujo, los muebles y las ropas, empujados por los vaivenes de la fortuna, bajaban la cuesta del Rastro para amontonarse en el estercolero de las Américas. ¡Las cosas que uno ha visto, muchacho!... ¡Si los muebles hablasen!

Beber bajo la panza amarilla y las cuatro patas extendidas de un cocodrilo, ¡pase!... Pero levantar los ojos al empinar el vaso y ver aquel serpentón que expelía moscas, mostrando á trechos el cuadriculado repelente de su piel, ¡eso nunca! Los más atrevidos sólo se decidían á entrar con la diestra cerrada y avanzando el dedo índice y el meñique en forma de cuernos, para conjurar la mala suerte.