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En su conversación se dejaba ver esta influencia, porque empleaba frecuentemente la quincalla de figuras retóricas que sus autores favoritos le habían depositado en el cerebro. Su imagen predilecta era el sauce entre los vegetales, y la codorniz entre los vertebrados.

Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa. -Cualquiera yantaría yo -respondió don Quijote-, porque, a lo que entiendo, me haría mucho al caso.

¡Bah, bah, bah! exclamó el abogado trazando con la mano círculos en el aire como para ahuyentar las ideas evocadas; para ser buen cosechero no se necesitan tantas retóricas. ¡Sueños, ilusiones, ideología! ¡Ea! ¿quiere usted seguir un consejo?

Describió con el brazo extendido un vasto y rapidísimo círculo. Sabe Dios hasta donde habrían llegado las retóricas del antiguo tablajero, si en aquel momento no permitiese Dios una repentina tragedia. Era el primer hecho terrible, brotando de la última palabra de López.

Entonces se nutría de hábiles retóricas, de erudición doctrinaria carlista, y hacía esgrima de sable con el brazo valentón y pendenciero de jóvenes oficiales granadinos.

El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas, y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buen hora. Capítulo IV. De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta

El auditorio se despertaba entonces con sobresalto, excepto Susana que gozaba demasiado oyendo hablar mal de la humanidad, para dormirse, y que se bañaba en agua de rosas, mientras el cura fustigaba a sus ovejas con sus flores retóricas. Era, pues, un domingo. Hacía un calor asfixiante y volviendo a casa, Susana nos dijo: Tendremos tormenta antes de que concluya el día.

Y suplida con este auxiliar su carencia absoluta de nociones retóricas y hasta gramaticales, ¡quedábanle tantos estímulos que le aguijoneaban! ¡Había en el Parlamento unos detalles tan seductores para él!... Aquellos galoneados ujieres, llevando sobre la argentina bandeja el vaso de agua azucarada para el orador, tan pronto como éste comenzaba a hablar; aquellos taquígrafos, anotando, escrupulosos, cuanto se dijera y se accionara; aquellos diálogos entre la presidencia y el diputado, sobre la intención de cierta frase; aquellos discreteos entre las mismas dos potencias, con los cuales terminaba siempre el altercado; aquellas tribunas atascadas constantemente de aficionados, que seguían sin pestañear todos los incidentes de una sesión; aquellas señoras tan elegantes, entre las que podían figurar su mujer y su hija; aquellos diplomáticos, que tal vez se apresuraran a comunicar por telégrafo a sus respectivos Gobiernos el efecto de un discurso pronunciado a tiempo y de cierta manera..., no imposible para él, si se le daba punto conveniente y no mucha prisa, y por último, y sobre todo, aquel país que le contemplaba, y que al día siguiente había de comenzar a pronunciar su nombre y a enterarse del asunto y a tomarle por lo serio.... ¡Cielos, y cómo envidiaba a los que, más osados o más prácticos..., o más apremiados por las circunstancias, se lanzaban desde luego a la pelea! ¿Qué importaba allí el temple de los argumentos? ¿Qué más daba que fuesen éstos de acero que de cartón? ¿Decidían acaso las razones aquellos debates?

De buena gana se habría estado allí un par de horas más oyendo aquellas retóricas que, a su juicio, eran como atrasadas deudas de homenaje que el mundo tenía que saldar con ella. Algunos días trascurrieron sin que Bringas advirtiera mudanza sensible en su dolencia.

Estas retóricas desoladoras dejaban a Telva perfectamente fría. Decía para : «La señorita está más loca que un vencejoAl cuarto día de ausencia, Felicita no pudo resistir más, y envió a Telva a la fonda del Comercio, a que averiguase discretamente qué era de don Anselmo Novillo. Al volver, soltó de sopetón y sin preámbulos lo que sabía. Pues don Anselmo está muy malito con pulmonía.