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Tratan de llegar al bosque dijo Cornelio. ¿Está lejos? preguntó Van-Horn. Seis o siete millas. Hay que darse prisa, Capitán. Ya sabéis que los australianos son buenos andarines. También nosotros tenemos buenas piernas. Si logramos ponernos a tiro, les haremos fuego. ¡Adelante, y con cuidado para no caer en emboscadas! Y para ver si han abandonado las calderas añadió Van-Horn.

Los australianos no son marinos ni tienen barcos dijo el Capitán . Los isleños del estrecho de Torres, y en particular los papúes, tienen muchas embarcaciones y bien pertrechadas. Con ellas emprenden largos viajes. ¿Sin brújula?

No era prudente seguir explorando aquella llanura, en la cual podían exponerse a caer en alguna emboscada. Ya sabían que los australianos los habían descubierto, y que debían estar muy sobre aviso para no ser sorprendidos.

¡Animo! les dijo . No somos tan pocos que nos vayamos a dejar comer de un bocado por los australianos, y ni las armas, ni la pólvora, ni las balas nos faltan. Mostremos a estos brutos cómo se defienden los hombres de mar.

Aquellos miserables, en vez de prepararse para hacer frente a los australianos en el caso probable de que volvieran a presentarse, se habían aprovechado de la ausencia de los blancos para saquear la despensa del buque y el camarote del comandante.

He visto los restos de uno de aquellos juncos en las playas de la isla Edward Pellews; pero nosotros no vamos a tener miedo de los australianos. Estad, sin embargo, sobre aviso, Capitán. Ya sabéis que son capaces de cortar las maromas y de romper las cadenas de las anclas para que vayamos a embarrancar en las escolleras. Estaremos atentos, Van-Horn.

Porque me va en ello la piel, y, sobre todo, la vuestra, sobrinos míos. ¿Qué temes? Esa es tierra de salvajes, Hans. Ahora seguramente no hay nadie en la playa; pero de un momento a otro puede cubrirse de australianos. ¿Odian quizás a los hombres blancos? No distinguen de razas: blancos, negros, amarillos, rojos o aceitunados, todos son manjares apetecibles para ellos.

, Cornelio. Refugiémonos en el junco. Me han dicho que los salvajes australianos no tienen canoas. Es verdad; pero ¿y nuestro trépang? Si se dan cuenta de que hemos abandonado la playa, saquearán el campamento, y en pocas horas perderemos el trabajo de siete días, y con él muchos miles de pesos, pues ya tenemos recogida una verdadera fortuna en moluscos. Y ¿no podríamos embarcarlo?

Los australianos se acercaban a la carrera, dando gritos y blandiendo sus azagayas de puntas de hueso y sus hachas de piedra verde, sujetas a los mangos con goma xantorrea, que es solidísima. A los primeros albores pudo distinguírseles fácilmente. Eran como trescientos o cuatrocientos; todos de mediana estatura y miembros débiles, cabezas lanudas y pechos cubiertos de tatuajes.

Porque no quieren seguir aquí más tiempo, Capitán dijo Van-Horn . Dicen que no están dispuestos a dejarse comer por los australianos en beneficio nuestro y del armador y consignatario del junco. ¿Os subleváis, pues, por miedo?