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Media hora después, los dos iban en dirección a la aldea. Pablo hablaba, hablaba, hablaba! Su madre no estaba allí para calmarlo y moderarlo, de manera que su alegría se desbordaba. Mirad, señor cura, hacéis muy mal en tomar las cosas por su lado trágico... ¡Ved cómo trota mi yegua! ¡cómo levanta las patas! Vos no la conocíais. ¿Sabéis cuánto he pagado por ella? Cuatrocientos francos.

Don Quijote recibió mucho gusto con las tales nuevas, y se prometió a mismo de hacer maravillas en el caso, y tuvo a gran ventura habérsele ofrecido ocasión donde aquellos señores pudiesen ver hasta dónde se estendía el valor de su poderoso brazo; y así, con alborozo y contento, esperaba los cuatro días, que se le iban haciendo, a la cuenta de su deseo, cuatrocientos siglos.

Contendrá la historia de las ciudades, villas y fortalezas de aquel antiguo reino. Me hizo esto recordar ciertos sucesos, que me contó mi amigo D. Juan Fresco, como ocurridos hace ya cuatrocientos treinta años en el castillo de la población en que él vive. Ignoro si dichos sucesos serán todo ficción, o si tendrán algún fundamento histórico.

37 los contados de ellos, de la tribu de Benjamín, treinta y cinco mil cuatrocientos. 39 los contados de ellos, de la tribu de Dan, sesenta y dos mil setecientos. 41 los contados de ellos, de la tribu de Aser, cuarenta y un mil quinientos. 43 los contados de ellos, de la tribu de Neftalí, cincuenta y tres mil cuatrocientos.

40 El tiempo que los hijos de Israel habitaron en Egipto, fue cuatrocientos treinta años. 41 Y pasados cuatrocientos treinta años, en el mismo día salieron todos los ejércitos del SE

Á los trescientos ó cuatrocientos pasos de la casa de la Ciudad, vi un edificio grande, muy grande, negruzco, pesado, macizo, como si estuviese apilado sobre sus cimientos: un palacio lóbrego, que parece más bien una fortaleza, ó una prision de Estado. Era el palacio de las Tullerías.

¡De yeguas, ché! porque, según pude entender, la «Nona», que es la señora de «Pepito», había vendido a «Toto», que es el marido de la «Beba», una yegua del coche, en cuatrocientos pesos, que había invertido en comprar un «modelo». ¿Qué es lo que dices?

Levántate, por tu vida, y desvíate algún trecho de aquí, y con buen ánimo y denuedo agradecido date trecientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los del desencanto de Dulcinea; y esto rogando te lo suplico, que no quiero venir contigo a los brazos, como la otra vez, porque que los tienes pesados.

De cuatrocientos auxiliares sólo quedan sesenta; de seiscientos colorados no sobrevive un tercio, y los demás cuerpos sin nombre se han desecho y convertídose en una masa informe e indisciplinada que se disipa por los campos.

No quiero yo dilucidar aquí, porque los sucesos son harto recientes, si las circunstancias son parecidas o si son muy otras, y si hubo o si debió haber al acabar lastimosamente el Imperio colonial de España que había durado cuatrocientos años, algo de hermoso y digno de una gran tragedia: personajes que equivaliesen a los Rodrigos, Haroldos y Paleólogos que hemos citado.