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La misma lucha de civilización y barbarie de la ciudad y el desierto existe hoy en Africa; los mismos personajes, el mismo espíritu, la misma estrategia indisciplinada entre la horda y la montonera.

Yo, desde los hombros elevados de mi conductor, veía a la pobre misia Donata y a sus dos bíblicas criaturas, víctimas del pronóstico de su marido y manoseadas por aquella turba indisciplinada, entre la cual había mocitos que le pirateaban las hijas y groseros que le deshacían las bananas y le arrancaban su espléndido vestido color cotorra, admiración suprema del barrio de Monserrat en la misa de una.

Antes de esa edad corremos el riesgo de dejarnos llevar de impresiones fugaces y transitorias. A los 25 años nuestro espíritu ha logrado ya cierto grado de serenidad y nuestros sentidos una dulce calma que no conturba nuestros juicios. Antes, todo es emoción indisciplinada, torbellino de sensaciones, exaltación sin fundamento, inconsciencia, capricho, delirio.

La cultura moderna es abominable porque es indisciplinada. Nadie tiene derecho a poseer más cultura que la que le corresponde, según sus facultades y función social en que ha de emplearse.

La satisfacción que le inspira el espejo cuando contempla en él la palidez aristocrática de su cara, a la que sirven de marco unas patillas escasas pero bien peinadas, su ancha frente y hasta su cabellera bermeja e indisciplinada, no le permiten sospechar nada malo por la familiaridad de Lacante en su casa, y acaso, tiene razón.

Juan está completamente hundido en el tupido follaje, y deja que los pámpanos, que tiemblan y se agitan al soplo de su aliento le acaricien el rostro. Gertrudis lanza de tiempo en tiempo una mirada furtiva a los dos hermanos; se la podría tomar por una criatura indisciplinada que quiere hacer alguna travesura, pero cerciorándose antes de que nadie la vigila.

De cuatrocientos auxiliares sólo quedan sesenta; de seiscientos colorados no sobrevive un tercio, y los demás cuerpos sin nombre se han desecho y convertídose en una masa informe e indisciplinada que se disipa por los campos.

Puesto que te divierten mis crónicas, voy a contarte aquella comida en casa de la Marquesa. La de Oreve tenía a su derecha a Lacante, por supuesto, y a su izquierda a Kisseler, el escultor. Enfrente de ella, su augusto esposo. ¿Lo conoces? No creo. Un hombre alto y delgado, barba escasa y una cabellera bermeja, muy indisciplinada a pesar de los emplastos de cosmético que tratan de civilizarla.

No cabiendo juntos por la angosta senda, iban Lucia y Artegui uno tras otro, si bien Artegui a veces se echaba a campo traviesa, sin gran respeto de la ajena propiedad. Detuvo al fin la niña su indisciplinada carrera al pie de espesos mimbrales, que, creciendo al borde de un pantano, sombreaban pendiente ribazo muy mullido de hierba, y desde el cual se oteaba todo el paisaje recorrido.