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Hubo crujir de sedas manoseadas, rumor de varillajes de abanicos, chasquidos de besos, sonoridades de monedas de oro caídas sobre mármol, y luego grandes carcajadas, como si alguien diabólicamente se mofara de la hermosura, el lujo y el amor.

Todos ellos evitaban deliberadamente lo popular, y preferían la poesía erudita, lo cual explica que encontremos en sus obras pobres sentencias y prosáicos silogismos, en vez de la expresión espontánea del sentimiento, y manoseadas frases en vez de verdadera pasión.

Las mangas de la bata, sueltas y muy cortas, descubrían unos brazos blanquísimos, dorados por ese vello apenas perceptible que tienen algunas frutas antes de estar manoseadas.

Y firmaba: «Trifón Cármenes». Todas aquellas necedades ensartadas en lugares comunes; aquella retórica fiambre, sin pizca de sinceridad, aumentó la tristeza de la Regenta; esto era peor que las campanas, más mecánico, más fatal; era la fatalidad de la estupidez; y también ¡qué triste era ver ideas grandes, tal vez ciertas, y frases, en su original sublimes, allí manoseadas, pisoteadas y por milagros de la necedad convertidas en materia liviana, en lodo de vulgaridad y manchadas por las inmundicias de los tontos!... «¡Aquello era también un símbolo del mundo; las cosas grandes, las ideas puras y bellas, andaban confundidas con la prosa y la falsedad y la maldad, y no había modo de separarlas!». Después Cármenes se presentaba en el cementerio y cantaba una elegía de tres columnas, en tercetos entreverados de silva.

Esta falta de cultura literaria y filosófica que en Zola se advierte, y de que tanto provecho han sacado sus adversarios, sin llegar por eso a obscurecer la genial perspicacia con que juzga de las obras en particular, explica la flaqueza de sus teorías, los pésimos argumentos con que las explana y defiende, el aparato con que presenta como descubrimientos y novedades las máximas de crítica más triviales y manoseadas, y las fórmulas absurdas que da a algunos pensamientos, por otra parte muy razonables. ¿Quién no ha de sonreírse del candor mezclado de soberbia con que confunde a cada paso los términos de la ciencia y los del arte? ¿Quién podrá sufrir que, por todo sistema de estética, se nos un trozo de la Introducción de Claudio Bernard al estudio de la medicina experimental? ¿Ni cómo llevar con paciencia el que unas veces se asimile el arte con una estadística y otras con una clínica, y se le , por única misión, el recoger y coordinar documentos humanos?

¿Sacaré a relucir las manoseadas y trivialísimas moralidades de que dicha estación responde a la juventud en nuestra vida, y de que conviene no gastar las flores a fin de que haya luego sazonados frutos en el otoño? ¿O daré lección de política o de filosofía de la historia, con ocasión de la Primavera, afirmando que las naciones tienen también la suya, o sea su juventud, durante la cual aman y cantan y dan flores; pero que, no bien llegan a su otoño, o dígase a su edad madura, deben dejarse de tales devaneos y trabajar mucho, que esto es dar el fruto que importa, a fin de pagar las deudas y proporcionarse las comodidades y el bienestar que el invierno y la vejez reclaman?

Es natural. No... si está ocupada... no la moleste usted.... No faltaba más. Ocupada... ella siempre está ocupada... y desocupada... qué yo. Cosas de ella. Salió. Don Álvaro tomó en las manos el Kempis; era un ejemplar nuevo, pero tenía manoseadas las cien primeras páginas, y llenas de registros. Nunca había leído él aquello. Lo miraba como una caja explosiva.

Le acompañaba en tan dulce ocupación un criado de su prima, y en tanto yo, sin libertad para correr por Cádiz, como hubiera deseado, me aburría en la casa, en compañía del loro de Doña Flora y de los señores que iban allá por las tardes a decir si saldría o no la escuadra, y otras cosas menos manoseadas, si bien más frívolas.

Mi pensamiento absorbente en aquel momento era, sin embargo, la aclaración del problema que se encontraba oculto dentro de esas treinta y dos cartas, bien manoseadas, que estaban delante de .

En un cofrecillo muy chico cabían los libros que poseía, siendo el de encuadernación más resentida por el continuo uso y el de hojas más manoseadas, los Santos Evangelios. Ni los Padres de la Iglesia ni los excelsos místicos le deleitaban tanto como aquellos sencillos versículos que ofrecen, a quien sabe leerlos, mundos de pensamientos encerrados en frases sobrias.