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Este barbudo es Darwin; el otro, que parece un erizo blanco, mi gran tío Schopenhauer; el de más allá, Zola, con su mirada triste, como si fuese a llorar; aquel viejo tan guapo y simpático, el amigo Hæckel... Todos gentes distinguidas, apreciables puntos, que no se ofenderán de vivir con nosotros en plena alegría juvenil. ¡Las cosas que van a presenciar estos ilustres gachos!...

Leía a Mallarmé y a Mæterlinck, despreciaba a Zola y a Daudet, y había publicado en la «Revista Azul» un poema, «La Superfetación del Hierofante», que le conquistó inmortal renombre entre los cuatro o cinco afiliados de la «Estética Nueva», sociedad literaria de elogio mutuo. Su gesto era siempre artístico y exaltado.

De aquí que yo, en obras de amena literatura, y especialmente en dramas y novelas, guste poquísimo de la tesis, y menos aún de lo que llaman Zola y sus parciales documentos humanos. A mi ver, tales documentos deben coleccionarse en Tratados de estadística y en Memorias de hospitales, presidios, cárceles y manicomios.

Si lo he entendido bien y si no lo recuerdo mal, el famoso novelista francés Emilio Zola dice que una buena novela ha de ser la exacta representación de lo vivido, observado y entendido al través de un temperamento. Zola olvida o desdeña lo principal: la imaginación, o sea la fuerza activa que representa bien lo vivido y lo que se ha visto y observado.

Harto tiene Zola con otros pecados más graves aún, por referirse a tendencias sistemáticas y extrañas al arte, cuya integridad corrompen, falseando la representación de la vida humana, que el autor dice proponerse como único objetivo.

Es verdad que, temerosos de este daño, han procurado con excesiva frecuencia Zola y los suyos cargar sus novelas de especias picantes, que estimulen los paladares estragados. Y es triste decirlo, pero necesario. Las únicas novelas de Zola que han alcanzado verdadero éxito de librería, así en Francia como en España, son las que, más o menos, están cargadas de escenas libidinosas.

Déjate de lloriqueos dijo Lady Clara librando su vestido de los húmedos besos de la niña, y sintiéndose molesta por extremo. Vamos, enjúgate la cara, vete y no incomodes. Escucha prosiguió cuando Carolina se marchaba. ¿Dónde está tu papá? ¿Quién te cuida, niña? dijo Lady Clara mirándola fijamente. John, el chino. Me vizto zola; John hace la comida y arregla las camas.

Zola construye el árbol genealógico de su familia favorita, y explica en una larga serie de tomos el desarrollo de una neurosis en los individuos de esa familia, y las formas que sucesivamente afecta el mal. Y así, por este orden, y con gran lujo de exactitud y de pormenores.

Y andando, andando, y partiendo los unos de un principio falso y los otros de una verdad santa, llegan todos de la exageración al engaño, y pasan luego a la demencia; pareciéndoles a aquellos que pueden servir de guía a la juventud las crudezas de Zola, y creyendo estos que no conviene enseñar a los niños el Credo y los Artículos de la Fe sin introducir algunas prudentes modificaciones, de que yo pudiera citarle algún ridículo ejemplo.

Imposible; necesitaría, más que la pluma, el estómago de Zola, y al lado de mi narración, la última página de Nana tendría perfumes de azahar. Luego, una silla, y por fin, un catre. Pero un catre pelado, sin colchón, sin sábanas, sin cobertores y con una almohada que, en un apuro, podría servir para cerrar una carta en vez de oblea. El piso está alfombrado...¡de arena!