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¡Cómo se mueve el amigo Goethe! Ni que acabase de beber en la taberna de Auerbach con los alegres compadres de su poema. Era Maltrana, que se había preparado para la comida, satisfecho de esta ordenanza suntuaria del buque, de gran novedad para él. Confesaba a Fernando que tenía hambre y se había vestido con anticipación, creyendo adelantar de este modo la llamada al comedor.

Esta situacion sublime, poetizada por Shakespeare, hubiera podido esplotarse en este poema, apagando en el héroe de la revolucion del sud la luz de la razon, poniendo en su boca palabras delirantes de patria y libertad, pero dejando intacto su corazon para sentir.

Nada le importaba Andresito; pero a pesar de esto, sentía cierta satisfacción pensando que estaba a sus espaldas viéndolo todo. ¡Proporciona tanto gusto hacer sufrir...! El poeta sufría como uno de los condenados de aquel poema de Dante, cuya lectura nunca había podido terminar.

Adriana, para avivar la sugestión de este recuerdo, solía leer aquel poema francés en que un amante muerto sale melancólicamente de la tumba, llama a la habitación de su amada y murmurándole palabras de lúgubre ternura, la lleva consigo al cementerio.

Jerusalen del poema oscuro de mi juventud, la dejaba entre sus colinas y sus bosques como un santuario de recuerdos venerables. La madre recibia el adios del hijo viajero: mi pensamiento la comprendía mejor que nunca! Dejar la tierra natal ¡este solo hecho entraña un drama entero para el corazón!

Al cartujano Juan de Padilla se debe el poema Retablo de la vida de Cristo, que terminó en Diciembre del año 1500, cuya lectura no resiste hoy el más cachazudo lector y que fué obra impresa en Sevilla entrado ya el siglo XVI.

Nadie de los seis sabe una palabra de esas cosas; pero el señor de Provedaño sabe de memoria libracos enteros, y enjareta en voz alta y resonante medio poema del Mio Cid. Como si callara. El hombre no chista, ni siquiera presta atención.

Ella es la que hace sonar las viejas campanas con una solemne armonía orquestal: las campanas magníficas de voces de oro, que tienen un alma antigua y misteriosa, cantan el poema de las vidas que empiezan, de las vidas que acaban, de la alegría y del dolor de los hombres.

Sin querer, miro a los pies de la niña, unos pies lindos y pequeños de princesa china, envueltos en unas botas muy rotitas, muy rotitas... Esta dolora no la siente ni la rima el poeta malo. Pienso en los cinco leones que quedan en casa, y este emocionante poema del mal poeta casi me hace llorar.

Hablando con franqueza, Don Diego de Pastrana queda muy por bajo de Valentín, en ser individual y propio. Lo que ocurre en el aquelarre, donde Mefistófeles lleva a Fausto para distraerle, sería en gran parte, no ya impertinente, sino también inconveniente, si el drama fuese sólo drama, y no drama y poema trascendental.