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Lo que había pasado antes entre el que llegaba y los presentes, por conocerse todos de trato, o de nombre cuando menos, pasó allí entonces; pero con la notable diferencia de que al reparar el de Provedaño en el de Coteruco, no acabó todo ello en el apretón de manos afectuoso o en los familiares y mutuos palmoteos en la espalda, sino que conmovidos y anhelantes uno y otro, sin decirse una palabra, se abrazaron tan estrechamente, que parecían no acertar a separarse.

Serenándome después y dando mayor altura a mis pensamientos, detúveme a considerar el valor de los buenos frutos que había conseguido con el trabajo de mis propias observaciones, y el ejemplo y la predicación, más o menos directa, de mi tío, de Neluco, del señor de la Torre de Provedaño, sobre todo, y de otras muchas personas de gran monta; y entonces me avergoncé de haber pensado como pensé para sacudir la carga de mis tristezas.

El peso de la conversación, durante la comida, le llevaron el señor de Provedaño y don Román. Como era propio y natural, se comenzó por el elogio del difunto y de sus cosas geniales; igual que en la cocina, salvo el lenguaje y el estilo.

Para hacérmela aún más placentera, refirió Neluco algunos rasgos de aquel hombre singular, y entre ellos el siguiente, que le pintaba de pies a cabeza. En cierta ocasión se le ocurrió a un convecino suyo, que ya no era mozo, ir a mirar un poco por el ganado que tenía en el invernal, distante de Provedaño una jornada de medio día, a un buen andar por los altos montes, cara al Este.

Todos ya «en buen amor y compaña» descansan, se calientan, hablan, comen; se acaba el día, duermen, amanece el siguiente, claro, sereno y radiante de sol, y se vuelven los ocho a Provedaño por encima de la nieve congelada, como si nada hubiera sucedido. Todo esto, narrado por Neluco minuciosamente, tenía que oír.

Nadie de los seis sabe una palabra de esas cosas; pero el señor de Provedaño sabe de memoria libracos enteros, y enjareta en voz alta y resonante medio poema del Mio Cid. Como si callara. El hombre no chista, ni siquiera presta atención.

Era un hombre de buena edad, estampa agradable... y juez municipal de su pueblo: de aquél muy empingorotado en que había conocido yo a uno de mis consanguíneos de Promisiones, yendo con Neluco a la Torre de Provedaño.

Todo esto allí, al alcance de la mano; y fuera de allí, la familia de Neluco en Robacío; en Promisiones, el hidalguete mi consanguíneo, y más allá, dominándolo todo y alzándose sobre todo como un faro de poderosa luz, la figura escultural del caballero de la torre de Provedaño.

El día era de diciembre. Estaba el cielo gris; afeitaba el cierzo de puro frío, y aquella misma noche cayó una nevada de dos palmos. Nevando desde el amanecer y helando desde que anochecía, pasó más de media semana, y no volvía a Provedaño el hombre que había ido al invernal, ni se conocía su paradero.

Señalando al pueblo y luego a la torre y sus accesorias, y deteniendo al mismo tiempo su caballo, me dijo Neluco: Aquel lugarejo es Provedaño, y aquí está el fin de nuestra jornada de hoy. Después tendió la vista por el esplendente panorama del valle, y fue dándome sobre él todas las noticias que me había dado Chisco, y otras muchas más.