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Dejábase caer en el suelo, le llamaba, le traía hacia y principiaba a pasearle las manos por el lomo, a rascarle la cabeza y hacerle cosquillas debajo del cuello, murmurándole al mismo tiempo en el oído palabras de cariño, un gorjeo mimoso que el animal acogía con espasmos de voluptuosidad. «Te quiero, te quiero. eres muy bueno. ¿Verdad que eres bueno?

Si dentro de veinte días os digo: «¡Zuzie, estoy segura de amarlome permitiréis que vaya hacia él, yo misma, yo sola, a preguntarle si me quiere por esposa. Es lo que hicisteis vos con Richard... Decid, Zuzie, ¿me lo permitiréis? , os lo permitiré. Bettina besó a su hermana, murmurándole al oído: ¡Gracias, mamá! ¡Mamá, mamá!

Adriana, para avivar la sugestión de este recuerdo, solía leer aquel poema francés en que un amante muerto sale melancólicamente de la tumba, llama a la habitación de su amada y murmurándole palabras de lúgubre ternura, la lleva consigo al cementerio.

Cuando el furioso corcel quedaba rendido y jadeante, nuestro colegial veía a menudo deslizarse por el rostro de su padre una lágrima abultada que se deshacía al llegar al bigote, después de lo cual, el bravo brigadier apretaba a su hijo contra el pecho hasta descoyuntarlo, murmurándole al oído palabras amorosas.

Don Mariano, que no había cruzado la palabra con su hija, abrió el paraguas apresuradamente para taparla y la estrechó largo rato contra su corazón, murmurándole en el oído: ¡Hija mía, qué trago tan amargo me haces pasar!... Embózate bien... ¿Tienes frío? ¡Oh, me las pagará ese bruto!... Iré a Madrid a ver al ministro de la Guerra y conseguiré mandarlo a un castillo. ¿Te entra el agua por algún sitio, corazón mío? ¿Quieres mi impermeable?... ¡Mandar traer atada a mi hija!... ¡Ah, grandísimo puerco! ¿De qué cuadra te habrá sacado este gobierno de sainete?... Si te pones enferma, le mato irremisiblemente... Pero a ti, mentecata, ¿quién te ha metido en estos líos de conspiraciones sin mi permiso?... ¡Si no te hubiese dejado arrastrar tanto los zapatos por las iglesias, a estas horas no estaría pasando tales amarguras! ¿Qué tienes que ver con los carlistas ni con los republicanos?... Una niña bien educada se está en su casa quietecita, cuidando de las camisas de su padre y haciendo calceta..., ¿estamos?..., y haciendo calceta... ¡Canalla! ¡Miserable! ¡Mandar traer atada a mi hija!... ¡Si le veo no respondo de no echarle las manos al cuello!...

Antoñico no cejaba en sus demandas ni la joven en sus negativas. Mas al fin éstas fueron desmayando y la bella concluyó por quedarse inmóvil con los ojos extáticos, mientras el galán seguía murmurándole al oído sus deseos. Soledad se pasó entrambas manos por el rostro y, con súbito ademán, sacó una llave del bolsillo y se la entregó. Al mismo tiempo dió la vuelta y se retiró de la ventana.