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No tentándole gran cosa los libracos de su carrera, resolviose a dejarla en el punto en que la tenía cuando los tristes acontecimientos de Peleches le obligaron a trasladarse a su casa solar; pero como se había dejado por allá, en vías de buen arreglo, cierto asunto que nada tenía que ver con la heredada hacienda ni con los afanes universitarios, encomendando el caserón nativo y todas sus pertenencias, muebles e inmuebles, al cuidado de una persona de su confianza, y sin pagarse mucho, por entonces, de los libres y salutíferos aires patrios, aunque a reserva de volver a henchirse de ellos tan pronto como lo necesitara, tornose a la ciudad, que era Sevilla.

Aquel exaltado se valía de nuevos medicamentos, de sistemas originales, aprendidos en las revistas y libracos que recibía de muy lejos.

Veía algunos en caracteres extraños, que, según su pupilo, estaban escritos en griego; otros en latín, como los libros de rezo. Los escritos en francés, en alemán o en inglés la turbaban con el misterio de sus páginas incomprensibles. ¿Qué dirían tantos libracos? Seguramente que no eran todos en pro de la religión y las buenas costumbres.

Hay en el mundo aficiones y gustos muy diversos; este chochea por monedas roñosas, aquel por libracos viejos, el de más acá por caballos y el de más allá por sellos y cajas de fósforos.... Borrén había chocheado, chocheaba y chochearía toda su arrastrada vida por la hermosura, encantos y perfecciones de la mujer.

Nadie de los seis sabe una palabra de esas cosas; pero el señor de Provedaño sabe de memoria libracos enteros, y enjareta en voz alta y resonante medio poema del Mio Cid. Como si callara. El hombre no chista, ni siquiera presta atención.

Tal vez era de él la culpa, ya que toleraba desobediencias en su escritorio. Y Fermín, porque había viajado, porque había vivido en Londres y leído unos libracos venenosos para su alma, se creía con derecho a imitarles. ¿Acaso era él extranjero? ¿No lo habían bautizado al nacer? ¿O es que por haber ido a Inglaterra, a costa del bolsillo de su difunto padre, se creía superior a los demás?...

Una mañana se presentó en casa el doctor Sarmiento; iba muy de prisa, muy de prisa; llamó a la puerta, y dijo a señora Juana: ¿Rodolfo? ¿No está en casa? Pues ¡ea! decirle que le espero esta noche... que le necesito... ¿eh? No me hice esperar. El facultativo estaba en su gabinete, hojeando no qué libracos. Vaya, muchacho, llegas a buena hora. Cenarás conmigo.

Hombre continuó diciéndome, mientras miraba de hito en hito cómo prendía la llama del fósforo en el pálido enteco y congelado de la vela , yo que , aprovecharía estas carceladas para leer tantos libracos como trajiste contigo, y responder a tantas cartas como recibes... Porque de no tienes que cuidarte para nada; para nada, ¡trastajo!

De seguro que no hubiera consentido esa señora rimeros de libracos viejos y apolillados sobre el sofá de damasco rojo, ni un banco de roble tallado entre dos sillas de reps verde, ni dos pedruscos célticos y una escombrera de cascotes romanos encima del banco de roble y de la consola de nogal, no obstante ser los unos y los otros buena presa del solariego en sus incesantes exploraciones arqueológicas en aquellas comarcas y sus aledaños; ni una escopeta detrás de la puerta del balcón, ni una colodra colgada de un retrato.

El expurgo debió ser cosa de Tirso, y también la elección de cuatro o seis libracos que, en sustitución de aquellos, tomó doña Manuela, como el Método práctico para hablar con Dios, del jesuita Franco; el Verdadero Sufragio universal, o sea Pío IX y sus bodas de oro; el Interior de Jesús y María, el Águila real, pelicano amante, historia panegírica del ínclito San Agustín, y el Despertador del alma descuidada en el negocio máximo de su salvación.