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Estoy muy ocupada en ordenar mis anteriores diarios, lo cual hace que vuelva a leerlos con interés. Esta lectura me llena cada día más de reconocimiento por todas las gracias que he recibido de Dios, y me arrepiento por haber adelantado tan poco en la piedad y el bien, después de las mejores intenciones y resoluciones que yo tomaba frecuentemente con escaso provecho.

Muchas gracias. ¿Ha llevado ya al niño los diarios? ya sabe usted que él gusta de leerlos en la cama. Manuela, ¡ha dejado usted cortar el chocolate! un poquito de más cuidado, se lo ruego a usted.

Ya yo que él puede hacerse, a pesar mío, con cuantos libros quiera, pero al menos no deberé reprocharme el haberle dado autorización para leerlos y menos proporcionárselos.

¿Hasta el pueblo?... Juancito lo puede acompañar. Convenido, y que esto quede entre nosotros, ¿eh?... ¡Don Ricardo, ni que hablar! ¿Ché, Melchor, dónde pusiste los diarios que trajimos?... ¿Por qué te ríes? ¡Pero, hombre!... ¡Recién se te ocurre leerlos!... ¿Y los has leído?... ¡Casi no los leía allá!... ¡y voy a venir a la estancia para ocuparme en eso!... ¿Y para qué los trajiste?

Porque gastamos en leerlos y escribirlos aquellas fuerzas de la juventud que pudieran emplearse en la alegría y el amor. Pero nosotros ansiamos saber mucho. Y cuando llega la vejez y vemos que los libros no nos han enseñado nada, entonces clamamos por la alegría y el amor, ¡que ya no pueden venir a nuestros cuerpos, tristes y cansados!

Allí tenía almacenados todos los datos estadísticos sobre el costo de la alimentación del gigante. Leerlos equivalía á apoyar al gobierno, que solicitaba precisamente la destrucción del coloso por razones económicas.

Ambas obras tienen mayor interés que las novelas, y más que novelas parecen intrincadas selvas de aventuras, lances y casos raros. Al leerlos, no podemos menos de exclamar casi con envidia. ¡Vamos, vamos, no dejaban de divertirse nuestros morigerados abuelos! Y lo que es para el mayor mérito que tienen los libros de que voy hablando, es ser muy sugestivos.

Realmente no era grande su prisa por enterarse de aquellas cosas del socialismo que traían revueltos a los trabajadores. Algunos se indignaban con los libros antes de leerlos. ¡Mentiras, todo mentiras, para amargar la existencia!

Al otro amaneció Madrid obstruido de barricadas, las casas atrancadas; patrullas de soldados y ciudadanos armados por las calles y ruido incesante de fusilería; muchos gritos subversivos, como dicen los bandos de las autoridades, y mucho jaleo, como dicen los que se paran a leerlos. Había estallado la gorda. ¡Quién pensaba en matemáticas, retórica y psicología en el colegio!

Lo mismo que para apreciar la salud es preciso haber estado enfermo, así para comprender ciertos problemas de la vida, hay que ir á leerlos á los azules desiertos, misteriosos y dilatados dominios que no se sujetan á más ley que á la de Dios, ni reconocen más soberanos que al gigante del día que deshace en perlas sus brumas, y á la tímida sultana de la noche, que muestra su influencia en esos misteriosos besos en que las ondas elevan hacia el á su espuma, cual si fueran los brazos del amante, que buscan á su amada.