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Actualizado: 27 de julio de 2025
Yo los he dejado deliberadamente para leerlos en la estancia dijo Lorenzo. -Pues te quedarás sin leerlos repuso enérgica y cómicamente Melchor. ¿Cómo así? ¡Usted, señor D. Lorenzo, va a la «Celia» a pasear, comer y dormir! ¿Y por qué no hemos de leer también? Porque yo mando. ¡Se leerá lo que yo indique y cuando yo lo disponga! Lo que soy yo no puedo pasarme sin leer insistió Lorenzo.
En un cofrecillo muy chico cabían los libros que poseía, siendo el de encuadernación más resentida por el continuo uso y el de hojas más manoseadas, los Santos Evangelios. Ni los Padres de la Iglesia ni los excelsos místicos le deleitaban tanto como aquellos sencillos versículos que ofrecen, a quien sabe leerlos, mundos de pensamientos encerrados en frases sobrias.
Yo no puedo leerlos todos; esto es un compromiso tremendo. Y digo que sí que los he leído. Sin embargo, no es bastante decir que los he leído: he de añadir lo que pienso de ellos. Yo, en realidad, Pepita, no pienso nada de la mayor parte de los libros que se publican. Pero a un hombre que escribe en los periódicos, ¿le es lícito no pensar nada de una cosa? ¡No, no!
¡Pero los has comprado! Creo que tú has hecho lo mismo. Yo he cumplido con la práctica establecida: ¡comprar los diarios y no leerlos después! ¿Quién hace eso? ¡Todo el mundo! ché, y la culpa la tienen los mismos diarios, y si no fíjate dijo Melchor tomando los que tenía en el asiento y presentándoselos a Ricardo. No te entiendo.
Bajo la autoridad de doña María has aprendido de tal modo a disfrazar los pensamientos, que hasta se ocultan a mis ojos, tan acostumbrados, no sólo a leerlos, sino a adivinarlos. Ha desaparecido aquella claridad que te rodeaba, y que te hacía doblemente hermosa ante mí. Ya no hablas aquella palabra divina que ningún mortal, y menos yo, podía poner en duda.
Atentísimamente estuvo don Quijote escuchando las razones del canónigo; y, cuando vio que ya había puesto fin a ellas, después de haberle estado un buen espacio mirando, le dijo: -Paréceme, señor hidalgo, que la plática de vuestra merced se ha encaminado a querer darme a entender que no ha habido caballeros andantes en el mundo, y que todos los libros de caballerías son falsos, mentirosos, dañadores e inútiles para la república; y que yo he hecho mal en leerlos, y peor en creerlos, y más mal en imitarlos, habiéndome puesto a seguir la durísima profesión de la caballería andante, que ellos enseñan, negándome que no ha habido en el mundo Amadises, ni de Gaula ni de Grecia, ni todos los otros caballeros de que las escrituras están llenas.
No basta leerlos; hay que vivirlos: contemplar el mismo paisaje que columbraron Cervantes o Lope, posar en los mismos mesones, charlar con los mismos tipos castizos arrieros e hidalgos , peregrinar por los mismos llanos polvorientos y por las mismas anfractuosas serranías.
Basta hacer una sucinta reseña de los asuntos de los autos de Gil Vicente, para que aparezca en toda su desnudez esta extrañeza; pero quien los lea con detenimiento no dejará de mirar al poeta de muy distinta manera, y de celebrar la rara habilidad, con que imprime poética armonía á las más grotescas creaciones, la facilidad, con que expresa los pensamientos más abstractos, inspirándoles apariencias de vida, y la inimitable gracia, que infunde en los mayores absurdos, todo lo cual obliga á aquéllos, á quienes son familiares las ideas sobre que giran estos dramas religiosos, á sentir al leerlos no poco placer y contento.
Ya esa es harina de otro costal. Si el amor es como el que tiene el padre Anselmo a su breviario, como el que tiene doña Inés a sus libros devotos o como el que tiene usted a las leyes o a los reglamentos que estudia, mi amor es evidente y yo quiero a usted como ustedes quieren esos libros. No menos que ustedes se deleitan en leerlos, me deleito yo en oír a usted cuando habla.
¡Ay, señor editor, pero habrá que leerlos!... Preciso, señor Fígaro... ¡Ay, señor editor, mejor quiero rezar diez rosarios de quince dieces!... ¡Señor Fígaro!... ¡Oh, qué placer el de ser redactor! Política y más política. ¿Qué otro recurso me queda? Verdad es que de política no entiendo una palabra. ¿Pero en qué niñerías me paro? Si seré yo el primero que escriba política sin saberla!
Palabra del Dia
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