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No; es exacto y sólo un niño, y un niño pavo, llora porque no le dan un juguete. ¡Un juguete!... ¿Y a qué hora llegamos a Trenque Lauquen? interrumpió Lorenzo. A las cinco; pero tenemos que pasar allí la noche para salir mañana a la madrugada, bien temprano, camino de la «Celia». ¿Y a la estancia? insistió Lorenzo. Si los caminos están buenos, de 5 a 6 de la tarde.

Yo los he dejado deliberadamente para leerlos en la estancia dijo Lorenzo. -Pues te quedarás sin leerlos repuso enérgica y cómicamente Melchor. ¿Cómo así? ¡Usted, señor D. Lorenzo, va a la «Celia» a pasear, comer y dormir! ¿Y por qué no hemos de leer también? Porque yo mando. ¡Se leerá lo que yo indique y cuando yo lo disponga! Lo que soy yo no puedo pasarme sin leer insistió Lorenzo.

Pero era fiero y arrogante, de carácter descompuesto y defectuoso, y rebelde contra las leyes de la vida. Murió antes de haber comenzado a vivir. Robert Burns, el poeta escocés, escribía ya a los dieciséis años sus encantadoras canciones montañesas. El irlandés Moore componía a los trece, versos buenos a su Celia famosa. Y a los catorce había empezado a traducir del griego a Anacreonte.

Porque los bostezos delatan sueño que no puedes tener, o languidez de estómago que bien puedes tener porque almorzaste muy poco. ¡Qué esperanza! He almorzado el doble de lo habitual. Mañana, en la posta del Paso, almorzarás el triple del doble y pasado mañana en la «Celia», el cuádruple del triple. Mira que eres exagerado repuso Lorenzo riéndose.

En ese momento salía al encuentro de los viajeros el gran capataz de la «Celia», Baldomero Luna, quien al ver a Melchor se dirigió hacia él diciéndole efusivamente: ¡Cuánto bueno por acá! ¿Qué tal, Baldomero? ¡Ahora bien, muy bien! ¿Qué, ha sucedido algo? le preguntó Melchor, mirándole fijamente y conservándole tomadas ambas manos. ¡Si viera!... Pero, ¿qué ha ocurrido?

La chillona voz de Celia acababa de reavivar cruelmente las sospechas de Delaberge. Las palabras de esa mujer iluminaban la oscuridad en que se movían sus temores imprecisos y sus inquietos presentimientos.

Y yo también dijo Ricardo, podríamos ir a salirle al encuentro; ¿qué les parece? Vamos, la tarde está fresca. ¡No ve! Don Melchor: ahí endereza a la tranquera, ¿quién será?... Ahora lo sabremos, vamos. El grupo se dirigió al encuentro del coche que visiblemente se dirigía a la «Celia». Viene del pueblo, don Melchor... de la cochería de Gaspar, ¿sabe?... y viene con una persona... dijo Baldomero.

El primer engaño es obra de un escudero, que, disfrazado de viudo, se burla de un mercader. A éste sigue otro con personajes muy diversos. El dios Cupido se enamora de la princesa Grata Celia, pero no encuentra ocasión favorable de visitarla, y resuelve, en consecuencia, engañar á Apolo, para que éste engañe á su vez al rey Totebano.

El padre de Julia, empleando los ruegos y las amenazas, la conmina á prestar su consentimiento á su enlace con el Conde; resístese cuanto puede, pero previendo que habrá de ceder á la fuerza, envía á Celia en busca del sacerdote Aurelio, confesor suyo, para pedirle en este trance su ayuda y su consejo. Al comenzar este acto se supone haber sucedido todo lo expuesto.

La verdad es que ha pasado agua por debajo del puente, desde los tiempos aquellos en que lavaba yo su ropa... Soy la Fleurota. Entonces la recordó: esta Celia Fleurota lavaba en otros tiempos la ropa de los huéspedes del Sol de Oro. No era ya por aquel entonces muy joven, pero fresca todavía, limpia siempre, de gestos vivos y sin frío en los ojos.