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Actualizado: 8 de junio de 2025
Tales eran los sitios por donde paseaba el Comendador con las dos bonitas muchachas. Apenas salieron de la población, tomaron la senda que llaman del medio. Ellas cogían flores, se deleitaban oyendo cantar los colorines ó reían sin saber de qué. El Comendador meditaba, sentía gran bienestar, gozaba de todo, aunque más tranquilamente que ellas.
Ambas aceras estaban ocupadas por los jóvenes elegantes, que a la vez que con el airecito del río hallaban refrigerio al calor canicular, deleitaban los ojos clavándolos en las limeñas que salían a aspirar la fresca brisa, embalsamando la atmósfera con el suave perfume de los jazmines que poblaban sus cabelleras.
En un cofrecillo muy chico cabían los libros que poseía, siendo el de encuadernación más resentida por el continuo uso y el de hojas más manoseadas, los Santos Evangelios. Ni los Padres de la Iglesia ni los excelsos místicos le deleitaban tanto como aquellos sencillos versículos que ofrecen, a quien sabe leerlos, mundos de pensamientos encerrados en frases sobrias.
Apenas Judas Abravanel hubo pronunciado estas palabras, muchos de la comitiva, y particularmente las damas, le cercaron para contemplarle y aplaudirle. Sus discretísimos Diálogos de amor eran muy admirados en la corte. La Reina, la Infanta doña Beatriz y otras muy sabias señoras se deleitaban leyendo en italiano aquellas tan sublimes filosofías.
Estas rústicas semicenas, dignas de ser celebradas por don Francisco Gregorio de Salas en su famoso Observatorio, deleitaban más a don Paco que hubieran podido deleitarle las antiguas cenas de Trimalción o de Apicio y las modernas de la Maison Dorée o del Café Inglés en París, pareciéndole mejor aquellos groseros alimentos que la ambrosía que comen las deidades del Olimpo, ya que Juanita, comiéndolos, les comunicaba cierta celestial u olímpica naturaleza.
La hermosa dama ya no gustaba de embromar a su juvenil amante. No se acordaba siquiera de aquellas gozosas y pueriles escenas en que se deleitaban, ora haciendo ella de reina que recibe en corte a sus ministros, ya jugando besos a los naipes o en otras mil niñerías que la tornaban a la adolescencia. Ahora apenas sabía hablar de otra cosa más que de su pleito.
Como Bruto a la silueta de César en la tragedia shakespeariana, digo a la sombra incorpórea del excelente don Amaranto: ¡Speak!¡Speak! Y la sombra rompe a hablar, con la propia gracia y penetración que hace tantos años me deleitaban: ¿Vas a describir la Rúa Ruera? ¿Vas a describirla, o vas a pintarla? Advierto dos novedades. Primera, que don Amaranto ahora me trata de tú.
La vista y la conversación de Juanita me deleitaban, y por eso he estado yendo a casa de Juanita todas las noches. Soy mayor que tú en edad, saber y gobierno. Sé lo que me hago. No necesito de guía. No quiero ni debo aguantar tus sermones. Me basta con aguantar el que nos ha echado hoy el padre Anselmo, inocente tal vez, pero que tú y otras mujeres envidiosas habéis envenenado con vuestra malicia.
No se cansaban nunca de tributar el homenaje de su agradecimiento á los poetas, que ya les ofrecían las poderosas creaciones de su imaginación, ya deleitaban su espíritu con gratos ensueños, ya los llevaban á las regiones etéreas en alas de su devoción, ya, por último, se solazaban con ellos con chistes y agudezas.
Palabra del Dia
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