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Por supuesto que nos rompimos las manos aplaudiendo. A todo esto habían llegado ya varios pollastres, los cuales andaban entreverados con las damas, sentados todos sin ceremonia, volviéndose unos a otros la espalda cuando así les convenía para hablar más a gusto a su pareja.

Y firmaba: «Trifón Cármenes». Todas aquellas necedades ensartadas en lugares comunes; aquella retórica fiambre, sin pizca de sinceridad, aumentó la tristeza de la Regenta; esto era peor que las campanas, más mecánico, más fatal; era la fatalidad de la estupidez; y también ¡qué triste era ver ideas grandes, tal vez ciertas, y frases, en su original sublimes, allí manoseadas, pisoteadas y por milagros de la necedad convertidas en materia liviana, en lodo de vulgaridad y manchadas por las inmundicias de los tontos!... «¡Aquello era también un símbolo del mundo; las cosas grandes, las ideas puras y bellas, andaban confundidas con la prosa y la falsedad y la maldad, y no había modo de separarlas!». Después Cármenes se presentaba en el cementerio y cantaba una elegía de tres columnas, en tercetos entreverados de silva.

El Naranjero se apresuró a ofrecerle una caña, que ella apuró de un tope, como quien la vierte en el estómago. A nuestro lado, en los demás cenadores, se oían también los sones de la guitarra, el choque de las copas y los jipíos de los cantaores y cantaoras, entreverados de blasfemias y frases obscenas.

Aunque vestía a la última moda, con minuciosa corrección, repitiendo los gestos y frases aprendidos durante un año de gran vida europea, este gentleman de tez amarillenta se ponía de color de ladrillo y le brillaban los ojos siempre que giraba la conversación sobre actos de valor, y escenas de muerte, como si resucitase en su sangre la acometividad de los abuelos españoles y de los abuelos indígenas, entreverados en luengos siglos de peleas.

No andan en sus cuadros Melibeos y Tirsis, sino montañeses ladinos y litigantes a nativitate, entreverados de sencillez y malicia, atentos a su interés y a las contingencias del papel sellado, y juntamente con esto cautelosos y solapados en sus palabras, como suelen ser los rústicos, a lo menos en nuestra tierra, aunque no sean así los que se pintan en las églogas y cuentos de color de rosa.

Uno de aquellos barbianes se divertía en tirar aceitunas a Concha la Carbonera, que, lastimada en la cara, profería insultos atroces, entreverados de blasfemias. No me tirarás una monea de sinco duros, grandísimo arrastrao, dao pol tal. ¿A que ? Párala en la boca. Y le arroja con tal ímpetu una moneda que si no baja la cabeza la descalabra.