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Cambiaban unos con otros, por encima de las butacas, bromas y frases, más que obscenas, asquerosas. Gracias a que no había señoras. Al fin aparecieron en el escenario cuatro señores, don Rosendo Belinchón, Alvaro Peña, don Feliciano Gómez y don Rudesindo Cepeda, propietario y fabricante de sidra espumosa. Los cuatro se despojaron de los sombreros al pisar el palco escénico.

Una vez que había ido a Lada, varios jóvenes que salían de un café le dijeron algunas frases obscenas: otra vez, unos señores que habían venido de caza a Riofrío, hallándola sola en un camino, le dijeron también palabrotas groseras, y uno de ellos se propasó a vías de hecho.

Solamente hay una tendencia instintiva: ningún freno racional que se oponga. ¿Qué dominio de mismo tiene quien para refrenar su costumbre y pronunciar palabras sucias y obscenas recurre a la intervención de un santo? Falto de voluntad, desprovisto de la idea misma de lucha consigo mismo, ¿cómo puede triunfar sobre mismo?

Principalmente el plebeyo, a quien apodaban el Naranjero, que por lo que noté oficiaba de gracioso, se distinguía de los otros por la multitud de frases burdas, obscenas, pero extrañas, propias de una imaginación descompuesta, que sin cesar profería. Concha taconeaba fuertemente sobre el suelo, levantando polvo, restregando los muslos, las manos en las caderas, dejando inmóvil el torso.

Tabernas, lupanares y garitos revientan de gente, y con las palabras obscenas y chabacanas que se pronuncian estos días habría bastante ponzoña para inficionar una generación entera. No hay más que un pensamiento: la orgía. No se puede andar por las calles, porque se triplica en ellas el tránsito de la gente afanada, que va y viene aprisa.

El otro día, tres soldados de la Academia, que vinieron con unos «parditos» a ver los gigantones, armaron un escándalo porque no les dejaban entrar por un perro gordo. ¡Como si pidiésemos limosna...! Se van muchos echando pestes contra la iglesia, lo mismo que si fuesen herejes, y en la escalera pintan con carbón cosas abominables o escriben palabras obscenas. ¡Qué tiempos!, ¿eh, Gabriel?

Y el Tato acababa sus confidencias con suposiciones obscenas. Esta murmuración contra el cardenal, que subía desde la sacristía hasta el claustro, irritaba al hermano de Gabriel. El Vara de palo, soldado raso de la Iglesia, no podía escuchar con calma los ataques a sus superiores. Para él todo eran calumnias.

El Naranjero se apresuró a ofrecerle una caña, que ella apuró de un tope, como quien la vierte en el estómago. A nuestro lado, en los demás cenadores, se oían también los sones de la guitarra, el choque de las copas y los jipíos de los cantaores y cantaoras, entreverados de blasfemias y frases obscenas.

En estas y otras pláticas se pasó gran parte de la noche; y, aunque don Juan quisiera que don Quijote leyera más del libro, por ver lo que discantaba, no lo pudieron acabar con él, diciendo que él lo daba por leído y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticia de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le había leído; pues de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos.

Sólo Lola Madariaga, que se enorgullecía de ser muy caritativa y era presidenta, secretaria y tesorera de tres sociedades de beneficencia, respectivamente, fué la única que se aventuró a hablar con ellos y aun esparció algunas monedas de plata. Pero de la oscuridad partieron al cabo frases obscenas, algunos insultos que la obligaron a retirarse.