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Y firmaba: «Trifón Cármenes». Todas aquellas necedades ensartadas en lugares comunes; aquella retórica fiambre, sin pizca de sinceridad, aumentó la tristeza de la Regenta; esto era peor que las campanas, más mecánico, más fatal; era la fatalidad de la estupidez; y también ¡qué triste era ver ideas grandes, tal vez ciertas, y frases, en su original sublimes, allí manoseadas, pisoteadas y por milagros de la necedad convertidas en materia liviana, en lodo de vulgaridad y manchadas por las inmundicias de los tontos!... «¡Aquello era también un símbolo del mundo; las cosas grandes, las ideas puras y bellas, andaban confundidas con la prosa y la falsedad y la maldad, y no había modo de separarlas!». Después Cármenes se presentaba en el cementerio y cantaba una elegía de tres columnas, en tercetos entreverados de silva.

No eran fúnebres lamentos, las campanadas como decía Trifón Cármenes en aquellos versos del Lábaro del día, que la doncella acababa de poner sobre el regazo de su ama; no eran fúnebres lamentos, no hablaban de los muertos, sino de la tristeza de los vivos, del letargo de todo; ¡tan, tan, tan! ¡cuántos! ¡cuántos! ¡y los que faltaban! ¿qué contaban aquellos tañidos? tal vez las gotas de lluvia que iban a caer en aquel otro invierno.

En efecto, don Pompeyo duró hasta el miércoles Santo. Trifón Cármenes, desde el día en que se supo la conversión de Guimarán, concibió la empecatada idea de consagrar una hoja literaria del lábaro al importantísimo suceso. Pero había que esperar a que el enfermo saliese de peligro o se fuera al otro mundo.

Y Trifón corría, se encerraba con su elegía y continuaba escribiendo: ¡Duda fatal, incertidumbre impía!... Parada en el umbral, la Parca fiera ni ceja ni adelanta en su porfía; como sombra de horror, calla y espera... Pasaban algunas horas, volvía a presentarse Trifón en casa del moribundo; con voz meliflua y tenue decía: ¿Cómo sigue don Pompeyo? Algo recargado le contestaban.

Volvía a escape a la redacción, anhelante, «había que trabajar con ahínco, podía morirse aquel señor y la poesía quedar sin el último pergeño...». Y escribía con pulso febril: Mas ¡ay! en vano fue; del almo cielo la sentencia se cumple; inexorable... No sabía Trifón lo que significaba almo, es decir, no lo sabía a punto fijo, pero le sonaba bien.

Así se había hecho un redomado escéptico en materia de prensa. «¡Si sabría él cómo se hacían los periódicos!». Cuando franceses y alemanes vinieron a las manos, El Corresponsal dudaba de la guerra: era cosa de los bolsistas acaso; no se convenció de que algo había hasta la rendición de Metz. El poeta Trifón Cármenes también acudía sin falta a la hora del correo.

A su calor no se contaban antiguas consejas, como presumía Trifón Cármenes que había de suceder por fuerza en todo hogar señorial, pero se murmuraba del mundo entero, se inventaban calumnias nuevas y se amaba con toda la franqueza prosaica y sensual que, según Bermúdez, «era la característica del presente momento histórico, desnudo de toda presea ideal y poética». El gabinete no era grande, eran muchos los muebles, y los contertulios se tocaban, se rozaban, se oprimían, si no había otro remedio. ¿Quién pensaba en los aguaceros?

Estaba él orgulloso de aquella pechera, de aquel frac madrileño, de aquellas botas sin tacones que eran la última moda, lo más chic, como ya empezaba a decirse en Vetusta. Pero él no pensaba en esto, pensaba en que, según veía, tarde ya, le tocaba romper la marcha; su bis a bis era Trifón, y Trifón había empezado a ponerse en movimiento. Trabuco sudaba antes de haber motivo para ello.

Y no fue vana su amenaza; a los dos minutos aquellos violines y violas, clarinetes y flautas, a quienes acompañaba en su laboriosa gestación armónica un plano de Erard, comenzaron a llenar el aire con sus acordes, como se prometía decir en El Lábaro del día siguiente Trifón Cármenes, el cual había osado preguntar a la hija segunda del barón «si le favorecía». Mal gesto puso Fabiolita, que así se llamaba, pero una seña de su padre la obligó a favorecer a Trifón, aunque se propuso no contestarle, si él se atrevía a hablar, más que con monosílabos.

Al pobre Trifón le salían los versos montados unos sobre otros: igual defecto tenía en los dedos de los pies. El entierro del ateo fue una solemnidad como pocas. Acompañaron a la última morada el cadáver del finado las autoridades civiles y militares; una comisión del Cabildo presidida por el Deán, la Audiencia, la Universidad, y además cuantos se preciaban de buenos o malos católicos.