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Siempre había sentido cierta predilección por la muchacha, encontrando en ella un encanto modesto, pero picante y fuerte, como el perfume de las hierbas del campo. Pero ahora, en la soledad, María de la Luz le parecía superior a la Marquesita y a todas las cantaoras y mozas de arranque de Jerez.

Cuando en verano, Gallardo, con toda su gente, iba a un café cantante en alguna capital de provincia, ganoso de juerga y alegría luego de despachar los toros de varias corridas, el Nacional permanecía mudo y grave entre las cantaoras de bata vaporosa y boca pintada, como un padre del desierto en medio de las cortesanas de Alejandría.

Pero el cuerpo de la señorita le buscaba, se apoyaba en él, sin que pudiera librarse de su dulce pesadumbre, por más que echaba el pecho atrás. Afuera, en el patio, sonaba la guitarra del señor Pacorro, y las cantaoras, roncas por el vino, acompañábanla con gritos y palmas.

El Naranjero se apresuró a ofrecerle una caña, que ella apuró de un tope, como quien la vierte en el estómago. A nuestro lado, en los demás cenadores, se oían también los sones de la guitarra, el choque de las copas y los jipíos de los cantaores y cantaoras, entreverados de blasfemias y frases obscenas.

Usté, señor Fermín, es un rancio; pero por darle gusto quedan suprimidas las cantaoras. Bien mirado, maldita la falta que hacen más jembras, aquí donde hay tantas que parece un colegio. ¡Pero música y vino hasta por encima de la cabeza! Y baile de la tierra; y baile fino, agarrados como los señoritos. Verá usted la que se arma esta noche, señor Fermín.

Ella se preocupaba de la vida de su vida; le acosaba con preguntas para conocerla con todos sus detalles; la hacían reír mucho sus relatos de aventuras en los bajos fondos de Madrid. Quisiera ver eso; conocer sus bohemios, sus cantaoras. Lléveme con usted, Fernandito; sea usted bueno. Yo conozco algo de París, pero lo de aquí es indudablemente más interesante, más típico... Debe oler a puchero.

Y esta noche, juerga... la más gorda de la temporada: hasta que salga el sol. Quiero que esas muchachas, al irse a la sierra, vayan contentas y se acuerden del señorito... Y traeré tocaores para que le descansen a usté, y cantaoras para que Mariquita no haga todo el gasto... ¿Que no quiere usted mujeres de esas en Marchamalo? ¡Si mi primo no se enterará!... Bueno: no vendrán.

Y paseaba su belleza de rubia fina con carnes de porcelana por los colmados y ventorrillos, tratando con una fraternidad exagerada a los cantaoras y rameras que intervenían en las juergas, exigiendo que la tuteasen, y riendo con nerviosa alegría de borracha cuando los hombres, embrutecidos por el vino, sacaban las navajas y las hembras se apelotonaban asustadas en un rincón.