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Dijo sus dolores al padre cura, y el buen señor, compadecido, le dió unos consejos llenos de santa intención, y le dió, también, un librito de letra diminuta, escrito por un tal Kempis.

Ya se detiene a echar un párrafo con aquel, de rostro estúpido, que lleva el pecho cargado de medallas, escapularios y amuletos; ya habla rápidamente con un viejecillo encanijado y risueño que, paseándose solo y tranquilo junto al muro, con un mugriento kempis en la mano, parece filósofo anacoreta o Diógenes del Cristianismo, por el abandono de su traje y la unción bondadosa de su fisonomía.

Después volvía la lástima tierna de mismo, la imagen de la vejez solitaria... y los alcaravanes, allá en el cielo gris, iban cantando sus ayes como quien recita el Kempis en una lengua desconocida. «, la tristeza era universal; todo el mundo era podredumbre; el ser humano lo más podrido de todo».

Seguía confesando y comulgando cada dos meses, pero Kempis seguía cubierto de polvo entre libros profanos; conservaba el miedo al infierno Quintanar, «pero no quería prescindir por completo de las ventajas positivas que le ofrecía su breve existencia sobre el haz de la tierra». «Y sobre todo no quería que el fanatismo se enseñorease de su casa». Los consejos que para excitarlo le daba Mesía, allá en el Casino, los tomaba muy en cuenta don Víctor, y siempre se estaba preparando para ponerlos por obra, pero no se atrevía.

«¿Pero qué gracia le encontraría su mujer a la soledad de Vetusta? Además, ¿no estaba allí el Kempis sangrando, probando, como tres y dos son cinco, que en el mundo nunca hay motivo para estar alegre? Verdad era que su Anita era feliz por razones más altas.

¿No he de conocerle si me he criado entre lodo? Pero tu lenguaje es escogido, Amparo: tus maneras riñen con tu posición, pareces una señorita disfrazada. Lo debo al padre Ambrosio; lo debo a los libros que leo. Y...¿qué libros te ha dado a leer ese religioso? Cuando supe leer y escribir, me puso en las manos la imitación de Cristo del padre Kempis.

¡Cuándo llegaré yo a este estado de bienaventuranza, Señor! murmuraba Julián poniendo una señal en el libro . Había oído algunas veces que Dios concede lo que se le pide mentalmente en el acto de consagrar la hostia, y con muchas veras le pedía llegar al punto de que su cruz.... No, la de la pobre señorita, le fuese dulce y gustosa, como decía Kempis....

Para él, fuera de la penitencia y la plegaria, todo era polvo y ceniza en este mundo, y nuestra prolija ambición una telaraña tejida sobre el nido de un ave que duerme. Hacíale traducir de ordinario a Ramiro los capítulos del Kempis. De esta suerte el mancebo recogió en el fondo del alma aquellos acentos de soledad, de sublime desprecio, de voluptuosa inmolación.

Tirso echó una mirada a los lomos de los libros: eran lo más hermoso y literario que ha dado de en el mundo el sentimiento religioso: Imitación de Cristo, de Kempis; La perfecta casada, de Fray Luis de León; La vida devota, de San Francisco de Sales, y el Tratado de la tribulación, del P. Rivadeneyra.

Kempis ni qué ocho cuartos!... Voy a hacer obras en el caserón. Voy a blanquear el patio y los pasillos, a empapelar el comedor y picar la piedra de la fachada. Verán ustedes qué hermosa queda la piedra amarillenta después que la piquemos. No quiero obscuridad, no quiero negruras, no quiero tristezas.