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Las mujeres parecía como que bajaban, y sus voces confusas y discordantes semejaban el altercado frenético de una horda de euménides. Retrocedió Clara y volvió á bajar, estando á punto de resbalar y caer algunas veces.

Y el alemán marchaba adelante, con el entusiasmo de un buen padre que se sacrifica por conquistar el pan de los suyos. Centenares de miles de cartas escritas por las familias con manos temblorosas seguían á la gran horda germánica en sus avances á través de las tierras invadidas. Desnoyers había oído la lectura de algunas de ellas, á la caída de la tarde, ante su castillo arruinado.

Lo retenían en Madrid sometido a una continua vigilancia para que no volviese a Andalucía. Y el capataz de Marchamalo, faltando su don Fernando, consideraba la huelga desprovista de interés, y a los huelguistas como un ejército sin caudillo y sin bandera; una horda que forzosamente había de ser diezmada y sacrificada por los ricos.

La misma lucha de civilización y barbarie de la ciudad y el desierto existe hoy en Africa; los mismos personajes, el mismo espíritu, la misma estrategia indisciplinada entre la horda y la montonera.

Contra ellos se levantan los persas y los pueblos guerreros del Cáucaso, las gentes de Georgia, de Circasia y de Armenia, y más al Norte, otro pueblo belicoso recién salido de la barbarie, que vive en las regiones boreales, límites entre Asia y Europa, y que después de vencer y de humillar la Horda de oro penetra en Asia anhelando predominios y conquistas.

Al mismo tiempo, su ministro de la Guerra fruncía las cejas, llevando instintivamente la diestra á la empuñadura del sable. Miguel reconoció al futuro enemigo en esta horda sucia y revoltosa. Con estos monstruos contaba su adversario infernal para triunfar en el porvenir.

Tocaban para otros; no eran llamamientos de amor: eran bufidos de vanidad. Alguna vez la horda dejaría de permanecer inmóvil. Los que entraban en Madrid al amanecer se presentarían a mediodía. Ya no aceptarían los despojos: pedirían su parte; no tenderían la mano: exigirían con altivez.

Quiso enfrenar la licencia de tus soldados, arrebatar la dictadura á los guardias de tu alcázar, proteger á tus ciudadanos contra los escesos de la fuerza armada, reprimir el desorden... ¡ah! el desorden pudo mas que él y le denunció como su víctima. Morian un dia los últimos rayos del sol en tus montes de Occidente cuando tu palacio estaba cernido en todas partes por una horda de asesinos.

No veía la muchedumbre famélica esparcida a sus pies, la horda que se alimentaba con sus despojos y suciedades, el cinturón de estiércol viviente, de podredumbre dolorida. Era hermosa y sin piedad. Arrojaba la miseria lejos de ella, negando su existencia.

En este teatro de desolacion brilló el génio activo de D. Sebastian Segurola, sobre el cual gravitaba la responsabilidad de conservar un numeroso vecindario, reducido á perecer de hambre, ó á entregarse al cuchillo de una horda feroz. Solo la firmeza de este gefe pudo librarlo de tan grande infortunio. Ni fué menos honrosa la conducta de Valle, Flores, y del mas esforzado de todos, Reseguin.