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No pocos días se pasaron en tan importantes asuntos, y si bien Morsamor se empleaba en ellos, lejos de mostrarse comunicativo y alegre, andaba triste y silencioso, esquivaba el trato y la conversación de todos, hasta del fiel Tiburcio, y para reposar de sus afanes gustaba de ir a escondese en cierta pintoresca gruta que había entre los peñascos de un cerro y desde la cual se oteaba el mar azul y se descubría muy extenso horizonte.

Su razón formulaba de nuevo las preguntas elementales que acosaron su niñez. ¿Dónde se redondea el granizo? ¿Quién hace resonar los atambores del trueno? ¿Quién fabrica los vientos? ¿De vienen?... Otras veces oteaba la ciudad. Los hidalgos caserones le hablan un lenguaje de soberbia y de triunfo.

Alguien aseguró después que, hasta que de vista se perdieron, doña Mencía estuvo en el balcón de su estancia, que se elevaba sobre el muro, y desde donde se oteaba el circunstante paisaje, mirando a los que partían, y dando al mancebo cautivo un postrer adiós con el blanco pañizuelo de holanda que hacía ondear su diestra, cuando no se le llevaba a los ojos para enjugarse el llanto delator que los humedecía.

En la más alta cima de la Peña, creyó distinguir con envidia al enamorado Bernardín Riveiro, que todavía oteaba la extensión del Atlántico y buscaba con lágrimas la estela de la nave que le arrebató a doña Beatriz.

No cabiendo juntos por la angosta senda, iban Lucia y Artegui uno tras otro, si bien Artegui a veces se echaba a campo traviesa, sin gran respeto de la ajena propiedad. Detuvo al fin la niña su indisciplinada carrera al pie de espesos mimbrales, que, creciendo al borde de un pantano, sombreaban pendiente ribazo muy mullido de hierba, y desde el cual se oteaba todo el paisaje recorrido.

Desde aquella ventana se oteaba la ría entera de Nieva hasta El Moral, que era el sitio por donde comunicaba con el mar. No mediría más de una legua de largo; el ancho variaba extremadamente, según se la viese en baja o pleamar, en mareas vivas o muertas.

El niño oteaba los corrales y los patios, el interior de los conventos, el caparacho de las iglesias. A corta distancia, en el sitio más eminente, la catedral levantaba su torreón de fortaleza, almenado y pardusco. Desde la otra ventana se disfrutaba de una vista grandiosa: el Valle-Amblés, toda la nava, toda la dehesa, el río, las montañas. Fuera de los sotos ribereños, la vegetación era escasa.

Desde las ventanas del seminario, en las horas dulces de asueto, Enrique Thomas oteaba el campo verde, y desde el remoto horizonte, voces aventureras, voces de libertad y rebeldía, fascinaban su alma peregrina de bordelés. Cada camino que se alejaba serpeando, cada buque que salía del puerto, susurraban en sus oídos una canción de adioses.