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Déjame a , Cornelio le dijo . De seguro no está solo, y detrás de esas rocas puede esconderse una tribu. , Van-Horn, reúne a los chinos junto a las chalupas, y vosotros, sobrinos, a la lantaca.

Soplaba del Sur un viento fresco, que empujaba la chalupa. Los salvajes, que advirtieron la maniobra de sus tripulantes, lanzaron rabiosos gritos que se oyeron, aunque aún lejanos, y a poco desplegaron dos pequeñas velas triangulares más, ayudándose también con los remos. ¡Ya lo decía yo! ¡Esa canalla quiere abordarnos! exclamó Van-Horn al advertir esa maniobra.

¡Qué desastre, si no hubiéramos tenido la precaución de llevarnos las municiones! dijo Van-Horn. Por fortuna nos quedan aún setecientos u ochocientos cartuchos, y teniendo armas no se muere uno de hambre en este país. Y sin chalupa, ¿cómo podremos volver nunca a nuestra isla? dijo Hans. ¿Y dónde nos encontramos ahora, Capitán? dijo Horn. ¿Qué nos importa estar en un punto o en otro?

Procederemos, no obstante, con prudencia, y si vemos una aldea nos esconderemos en los bosques. Me parece que el río hace allí una vuelta dijo Van-Horn. Mejor para nosotros. Escaparemos más fácilmente a la vista de los piratas. Avante, y no perdáis de vista las orillas.

Espero que esta lección les bastará por ahora. ¿Y después? ¿Crees que volverán? Sobre esto tengo mis dudas. Me inclino a creer que una de estas noches los tendremos encima, Cornelio. Conozco a los australianos y que son testarudos; pero nos encontrarán dispuestos a recibirlos, y no nos dejaremos sorprender. Volvamos, valiente muchacho. Van-Horn y Hans estarán intranquilos.

¿Las calderas? exclamó Cornelio . ¿Qué intentas hacer? Son necesarias para la preparación del trépang. ¿Y los salvajes? preguntó Hans . ¿Nos dejarán tranquilos? ¿No has oído hace poco un grito? Supongo que no se atreverán a acercarse. Al menos así lo espero por ahora. Saben que los hombres blancos poseen armas de fuego, y les tienen miedo. ¡Eh, Van-Horn! Haz que boten al agua la segunda chalupa.

Terminados aquellos preparativos, esperó tranquilamente la acometida del enemigo, haciendo él la primera guardia en compañía de Hans y de seis chinos, escogidos entre los mejores. Van-Horn y Cornelio debían relevarle a media noche. Esta era obscura y muy a propósito para un asalto.

El montón de ramas con que la tapamos debía estar aquí, y no lo veo. ¿Será posible? exclamó Van-Stael palideciendo. Adelantóse; examinó con gran atención el lugar en que se encontraban, entreabriendo las malezas, y acabó lanzando una exclamación de ira. ¡Infames! ¿La han robado? preguntaron acercándose Hans, Cornelio y Van-Horn.

¡Abajo la vela! ordenó Van-Stael. Hans y el chino la dejaron caer, mientras Van-Horn orzaba la barra, dirigiendo la chalupa hacia la orilla interior del atol. ¡Qué tranquilidad en aquel lago, abrigado de las olas por la corona de escollos, o, mejor dicho, por aquel círculo de rocas coralíferas en que se estrellaban las olas del mar exterior!

Vuestro tío no habría consentido en tomar el mando de una almadía. ¡Eh, Van-Horn! gritó en aquel momento el Capitán, que seguía en el timón . ¿No te parece que el junco está algo tumbado de estribor?