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Actualizado: 27 de junio de 2025
Apuntó rápidamente a los dos animales, que se alejaban velocísimamente; pero Van-Stael le bajó el brazo, diciéndole: Deja tranquilos a los kanguros, que tienes necesidad de tus balas para otros enemigos más temibles. ¿Qué quieres decir? Que los australianos están delante de nosotros. ¿Dónde? Yo no los veo. Detrás de las matas que andan. ¡Oh! Sí, Cornelio.
Cierto es que hubieran podido secar al sol los moluscos; pero esta operación requería mucho tiempo, y no podían disponer de él a causa de la hostilidad constante de los salvajes. Como había observado el piloto, no era probable que los australianos hubieran transportado muy lejos las pailas, tanto por su peso, relativamente grande, como por su ninguna utilidad para ellos.
Pero volvamos a nuestra nave, cuya tripulación, a pesar del grito de los australianos, que aún resonaba en el espacio como una fúnebre amenaza, se preparaban a la pesca. La nave estaba fuertemente anclada, como ya hemos dicho. Había puesto la proa mirando a la boca de la bahía, dispuesta, en caso de peligro, a abandonar aquellos parajes.
Sí, y hubiera podido rompernos la cabeza a cualquiera de nosotros. Me parece que ha vuelto atrás después de tocar al suelo. Ha vuelto a la mano del hombre que lo lanzó. ¿El bomerang? Sí, Cornelio. El bomerang, que es sencillamente un palo de unos tres pies de largo, algo redondo en uno de sus extremos, es un arma sorprendente; pero que sólo los australianos saben manejar.
¡No! ¿Oyes?... ¡Escucha tú también, Van-Horn! Todos aguzaron los oídos. Mientras por el lado de tierra seguían oyéndose los gritos salvajes de los australianos, hacia la bahía percibíanse risotadas, cantos y gritos proferidos por voces roncas, como de borrachos. ¡Gran Dios! exclamó Van-Horn . ¿Qué han hecho nuestros chinos? ¿Se habrán vuelto locos de miedo? dijo Cornelio.
Estaban ya a mil quinientos pasos de la cadena de peñas que limitaban la bahía, cuando los australianos, que hasta entonces los habían seguido andando a gatas, se pusieron en pie. ¿Se habían ya dado cuenta del exiguo número de sus enemigos y se decidían a asaltarlos? ¡Hans! ¡Cornelio! exclamó Van-Stael . ¡Estad muy prevenidos! Dos tiros de fusil le respondieron.
Y llegarás tú también a ser un hábil pescador y... Un grito estridente que venía de la playa le cortó la palabra. ¡Cooo-mooo-eee! ¡Mil truenos! exclamó el Capitán, arrugando la frente . ¡El instinto no me engañaba! ¿Es el grito de los trépang? preguntó Hans. Los trépang no gritan. ¿Es, acaso, algún otro animal? dijo Cornelio. Peor todavía. Es el grito de alarma de los australianos.
Van-Stael y el marinero, que no estaban muy tranquilos, pues sabían que los australianos aguardan a la noche para atacar, hicieron fortificar el campamento con una cerca de piedras y fragmentos de coral, y dispusieron que el junco se acercara a la playa para poder embarcarse en caso de peligro. Aquellas precauciones resultaron, por fortuna, inútiles.
Tío exclamó Hans, que había desembarcado en la isla ; te invito a almorzar. ¿Has descubierto algún cuadrúpedo? Creo que no, porque aquí no se ven más que pájaros. Y cocos que nos darán una bebida excelente. Que probaremos, Hans. Toma un hacha, viejo Horn, y vamos a proveernos de cocos. Hay pocos, señor Stael dijo el piloto . ¿Habrán venido los australianos a llevárselos?
No podía tardar en ser de día, y si los australianos llegaban a verlos era segura su acometida, que sólo cuatro hombres, aun armados de fusiles y resueltos a defenderse, no eran bastantes para resistir. ¡Adelante! repetía Van-Stael, que trataba de adelantar camino . Pronto llegaremos al campamento, y, una vez allí, podremos refugiarnos en el junco.
Palabra del Dia
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