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El curador que en el testamento le dejaba era su tío Bernardo, elección que le mortificó un poco, porque jamás había logrado simpatizar con él. El temperamento inquieto y el espíritu sarcástico del sobrino se compadecían muy mal con la gravedad y el sosiego y el perfecto equilibrio intelectual y moral del tío.

Algunas derramaban ya lágrimas llevándose el pañuelo a los ojos; otras se contaban al oído los preparativos para la fiesta y las circunstancias que habían acompañado a la determinación de la joven. Se hablaba mucho de una carta que ésta había escrito al marqués de Peñalta despidiéndose de él y disculpándose. Algunas compadecían a Ricardo, mientras otras murmuraban que no le faltaría novia para casarse. Después de todo, si Dios la llamaba a por ese camino, ¿había razón para apartarse de

No ha de merecerme igual respeto algo de lo humano que allí pasó por complemento del cuadro que tanto tenía de divino. Esto puede y debe ser, ya que no pintado, que no dan para empresa tan alta los colores de mi paleta, mencionado, por los menos; y vaya como ejemplo aquella exhortación final de don Sabas a la paciencia, al recogimiento, a la gratitud a Dios, del enfermo; cómo empezó encarrilado en las fórmulas trilladas del ritual, y se fue descarrilando poco a poco y entrándose por las sendas de su propio estilo y particulares sentimientos; cómo de esta manera se confundían y enredaban en la exhortación, el lenguaje solemne del sacerdote con el familiar de la pasión desbordada del amigo cariñoso; cómo llegó a responderle mi tío, ya para protestar nuevamente de su fe acendrada, de su resignación sin límites y de su conformidad absoluta con los decretos de Dios, ya para quejarse mansamente de que pudiera ser puesto en tela de duda por nadie el cumplimiento de éstos sus deberes de cristiano; cómo le replicó don Sabas para tranquilizarle sobre tan delicado particular, al que en modo alguno había intentado referirse él, cómo, enredados en este singularísimo diálogo, ya no hablaba el Cura en impersonal, y llegaron a tutearse los dos; cómo en la llaneza de este estilo tocaron puntos de sumo alcance piadoso, y se declaró don Sabas envidioso de la suerte de mi tío, a quien tantos, muy erradamente, compadecían entonces, y se dieron mutuas paces, poniendo por testigo de la cordialidad del impulso a «aquel Dios sacramentado que allí estaba presente en cuerpo y sangre»; cómo, al fin, bajándose mucho el Cura y alzándose un poco mi tío, se confundieron los dos en un abrazo, llorando don Sabas y ahogándose de fatiga el pobre enfermo conmovido; cómo con estos actos y aquellos dichos, el torrente de sollozos, mal contenido afuera, se desbordó por toda la casa, y trató Neluco de cerrar la puerta del cuarto en que nos encontrábamos para que mi tío no lo oyera, y cómo éste se lo impidió con sorprendente energía, y mandó que se franqueara la puerta a cuantos cupieran adentro para darles el último adiós; cómo hubo que complacerle, aunque ya no podíamos respirar ni los sanos en aquella estancia, y cómo se despidió sin retóricas sentimentales, pero en cristiano puro, sin dejar de ser aldeano neto, acabando por decirles: «Si lloráis porque perdéis lo que he sido, Dios vos lo pague en la medida del consuelo que me dais con ello; pero si vos duele mi muerte por la falta que he de haceros, mal llorado, porque aunque me voy, aquí vos dejo quien hará mis veces, y hasta con ventaja para vosotros. Ven acá, Marcelo. (Acerquéme a la cama, hecho un doctrino, torpe y desconcertado. Luego añadió él, mostrándome al montón de tablanqueses que habían invadido la habitación):

Tenía cierta reputación entre la gente literaria de escalera abajo, que grita y pugna por subir. «Un muchacho simpático y de talento... ¡Lástima que sea rico!» Y los que se compadecían de su riqueza le llamaban al mismo tiempo simpático por la facilidad con que se prestaba a un donativo de cinco duros. Reunió en un volumen impreso sus poesías... ¡Magnífico! Era Musset.

Cultivarían la tierra ellos mismos; y buscaron jornaleros entre la gente sufrida y sumisa que, oliendo á lana burda y miseria, baja en busca de trabajo, empujada por el hambre, desde lo último de la provincia, desde las montañas fronterizas á Aragón. En la huerta compadecían á los pobres churros. ¡Infelices! Iban á ganarse un jornal; ¿qué culpa tenían ellos?

Las mismas que horas antes hablaban pestes de él, escandalizadas por su apuesta de borracho, le compadecían, se enteraban de si su herida era grave, y clamaban venganza contra aquel «muerto de hambre», aquel ladrón, que, no contento con apoderarse de lo que no era suyo, todavía intentaba imponerse por el terror atacando á los hombres de bien. Pimentó se mostraba magnífico.

Las mejores amigas de la pobre mujer, aquellas que la llamaban Margarita, habían sentido enfriarse su corazón en aquel departamento sin alfombras y sin fuego, y ya habían dejado de ir. Cuando se les hablaba de la duquesa, hacían su elogio, la compadecían sinceramente y decían: «Nos queremos como siempre, pero no nos vemos casi nunca. ¡Su marido tiene la culpa

La palabra huérfano, que oía repetir en torno mío, como expresión de desventura, tenía para un sentido muy vago: viendo que las personas dedicadas a mi servicio me compadecían, llorando, me daba cuenta de que era digno de compasión, pero nada más.

Foja, los Orgaz, Glocester «como particular, no como sacerdote», don Álvaro Mesía, los socios librepensadores que comían de carne solemnemente en Semana Santa, algunos de los que asistían a las cenas secretas del Casino, los redactores del Alerta y otros muchos enemigos del Provisor visitaban de vez en cuando a don Santos; todos compadecían aquella miseria entre protestas de cólera mal comprimida. «Oh el hombre que había reducido a tal estado al señor Barinaga era bien miserable, merecía la pública execración». Pero nada más.

Ella no lo conocía. Y aquello continuaba, aquello se había sufrido en Granada, en Zaragoza, en Granada otra vez y luego en Valladolid. Y ni siquiera la compadecían. Nada de hijos. Don Víctor no era pesado, eso es verdad.