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En los países donde el peligro, más que en combatir al enemigo, consistía en tener que sufrir hambre, frío, intemperie, el candidato al título de hombre era abandonado en el bosque sin alimento, sin vestidos, expuesto al cierzo y á las picaduras de los insectos: tenía que permanecer allí, inmóvil, altivo y plácido el rostro, y después de varios días de espera había de tener aún bastantes fuerzas para dejarse atormentar sin quejarse y asistir á una abundante comida sin adelantar la mano para coger su parte.

Doña Manolita notaba, cuando iba a verla, que tenía los ojos fatigados y rojos de llorar. A veces, doña Luz no podía reprimir el llanto, y en presencia de doña Manolita lloraba. Durante algún tiempo, la tristeza de doña Luz había sido sombría, reconcentrada y feroz. Su amiga íntima no se había atrevido a preguntarle la menor cosa ni a quejarse de su silencio.

Cuando menos, perderá una parte de ella. Y, ¿qué ocurre, en cambio? Que en vez de quejarse de su tía, no tiene boca para alabarla. Es la delicadeza personificada, contigo y con tu madre. Correría todo París por darte gusto, y reventaría sus caballos por proporcionarte un billete de baile o un palco en la Opera.

El poquita-cosa no tendría razón para quejarse si los cinco mil volvían a la caja con el aumento correspondiente.

No había más que verlas en el palco abanicándose con negligencia, mientras una gran parte de los señores del tendido, puestos de pie y volviendo la espalda al redondel, las miraban fijamente, con ojos de deseo. El señor Cuadros estaba orgulloso de su situación. No podía quejarse de la vida.

Usted está acostumbrado á oír quejarse de dolor lo mismo al rico que al pobre, á ver que todos mueren igual; por eso toma á risa las cosas de los hombres. Al fin no somos más que animales. Hace usted bien. Ríase... pero el trueno gordo se acerca. Algún día encontrarán su merecido todos los ladrones... ¡todos! incluso su primo Sánchez Morueta.

Aguijoneado por el interés y la curiosidad, al oír estas últimas palabras, hice un movimiento, cuyo significado debió de adivinar él sin duda alguna, porque me apretó la mano entre las suyas, diciéndome: Ya supondrá usted que ese palco tiene para recuerdos muy queridos y crueles... que a nadie puedo confiar... ¿A qué conduce quejarse cuando uno es desdichado sin esperanza... y lo es por su culpa?

Al pobre Jacinto no se le ocultaban las intenciones del capellán porque las ponía bien de manifiesto, pero era harto inocente para saber contrariarlas: ni aun se atrevía á quejarse. En cuanto D. Lesmes entró en la esfoyaza se puso más triste que la noche: así que comenzó á departir con su novia quedó repentinamente mudo y sombrío.

La certidumbre de la muerte dió de pronto á casi todos ellos una noble serenidad. Inútil quejarse. Sólo un campesino rico, famoso en el pueblo por su avaricia, lloriqueaba desesperado, repitiendo: «Yo no quiero morir... yo no quiero morirTrémulo y con los ojos cargados de lágrimas, Desnoyers se ocultó detrás de su implacable acompañante.

Resulta de lo expuesto, y aún resultaría más claro si me extendiese cuanto pide la magnitud del asunto, que por la misma naturaleza de las cosas, y sin que deba nadie quejarse de ello, ni hacer un capítulo de culpas a nuestro siglo, ni a los pasados, ni a los hombres de ahora, ni a los de entonces, lo más universalmente respetado, amado y reverenciado es el dinero, y por lo tanto, aquel que le posee.