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Gritaba como un niño y al mismo tiempo se arrepentía, queriendo ahogar inútilmente sus gemidos. Era otro el que gritaba dentro de él; otro al que hasta entonces no había conocido, que tenía miedo y lloriqueaba, no calmándose hasta que bebía media docena de tazas de aquel brebaje ardiente de algarrobas e higos que en la cárcel llamaban café.

El enfermo se había vuelto de un caracter insoportable; en sus malos ratos, cuando se sentía abatido por falta de dosis de opio que Basilio procuraba moderar, le acusaba, le maltrataba, le injuriaba; Basilio sufría resignado con la conciencia de que hacía el bien á quien tanto debía, y solo en último estremo cedía; satisfecha la pasion, el monstruo del vicio, Capitan Tiago se ponía de buen humor, se enternecía, le llamaba su hijo, lloriqueaba recordando los servicios del joven, lo bien que administraba sus fincas y hablaba de hacerle su heredero; Basilio sonreía amargamente y pensaba que en esta vida la complacencia con el vicio se premia mejor que el cumplimiento del deber.

Una pobre mujer con una muñeca en la mano discutía con el vendedor, mientras su hija se agarraba a sus faldas pugnando por tocar el desnudo monigote, que tenía la cara ennegrecida y una de las piernas quemada. ¡Dámela... la quedo! lloriqueaba la pequeña con balbuceo infantil. Pero la madre dejó la muñeca en el suelo. ¡Si piden tres perros, hija!... Eso es sólo pa los ricos.

La voz del Cantó lloriqueaba hablando de una mujer insensible a sus quejas; y al comparar su blancura con la flor del almendro, todos volvieron la vista a Margalida, que permanecía impasible, sin rubores virginales, habituada a estos homenajes de burda poesía, que eran el preludio de todo galanteo.

¡Ve usted! repuso ella, sacudiendo la cabeza y cruzando las manos. Enmudecieron. En la campiña se oía el ronco graznido de los cuervos; tras el biombo, la niña lloriqueaba, inconsolable. Nucha se estremeció dos o tres veces. Por último articuló dando con los nudillos en los vidrios de la ventana: Entonces seré yo....

La certidumbre de la muerte dió de pronto á casi todos ellos una noble serenidad. Inútil quejarse. Sólo un campesino rico, famoso en el pueblo por su avaricia, lloriqueaba desesperado, repitiendo: «Yo no quiero morir... yo no quiero morirTrémulo y con los ojos cargados de lágrimas, Desnoyers se ocultó detrás de su implacable acompañante.

Consumíase la pobre mujer presa en su jergón, penetrada súbitamente de la ternura que sienten las madres por sus hijas mientras estas sufren la terrible crisis que ellas ya vencieron.... Chinto se encontraba allí, semejante a un palomino atontado.... Entró la comadrona donde la llamaba su deber, y el mozo y la vieja se quedaron tabique por medio, ayudándose a sobrellevar la angustia de la tragedia que para ellos se representaba a telón corrido.... La tullida maldecía de su hija que en tal ocasión se había puesto, y al mismo tiempo lloriqueaba por no poder asistirla.

Algunas señoras se llevaban a los ojos una punta del guante, y en el paraíso, un vejete lloriqueaba metiendo la nariz en el embozo de la capa para sofocar sus gemidos. Los vecinos se reían. ¡Vamos hombre, que no era para tanto! La representación seguía su curso en medio de los ecos del entusiasmo. Ahora el heraldo invitaba a los presentes, por si alguno quería defender a Elsa. Bueno, adelante.

Mujer servicial, de buen semblante, cutis fresco, tenía los labios siempre ligeramente apretados como si creyera estar en el cuarto de un enfermo en presencia del médico o del pastor. Pero no lloriqueaba nunca; nadie la había visto nunca derramar lágrimas.