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Y los sombreros volaban a la arena, y un redoble gigantesco de aplausos, semejante a una lluvia de granizo, corría de tendido en tendido conforme avanzaba el matador por el redondel, siguiendo el contorno de la barrera, hasta llegar frente a la presidencia. La ovación estalló estruendosa cuando Gallardo, abriendo los brazos, saludó al presidente.

El frente de batalla era inmenso: ¿quién podía adivinar el final?... Allí se retiraban y en otros puntos los compañeros estarían avanzando con un movimiento decisivo. Hasta el último instante ningún soldado conoce la suerte de las batallas. Lo que les dolía á todos era verse cada vez más lejos de París. Don Marcelo vió brillar un redondel de vidrio.

¡El primer matador del mundo!... Y aquí estoy yo, para el que diga lo contrario. El resto de la corrida apenas llamó la atención. Todo parecía desabrido y gris tras las audacias de Gallardo. Cuando cayó en la arena el último toro, una oleada de muchachos, de aficionados populares, de aprendices de torero, invadió el redondel.

Ahora se hace con maquina todo eso, y de un vuelo de la rueda queda el redondel hecho un jarro hueco, y lo de mano no es más que lo último, cuando va al dibujo fino de los cinceladores.

La emoción estalló en un aplauso ensordecedor. La muchedumbre, tornadiza, impresionada únicamente por el peligro del momento, aclamaba al Nacional. Fue uno de los mejores momentos de su vida. El público, ocupado en aplaudirle, apenas se fijó en el cuerpo inánime de Gallardo, que era sacado del redondel, con la cabeza caída, entre toreros y empleados de la plaza.

Cuando los papeles «venían ardiendo» contra Gallardo, nadie se los leía, y el espada hablaba con desprecio de los que escriben sobre toreo y son incapaces de dar un mal capotazo en el redondel. Este encierro en el despacho sólo sirvió para aumentar sus inquietudes de aquella mañana.

Eran vanos los grandes esfuerzos para librarse de este ambiente fatal, de la herencia del medio, del círculo en que forzosamente nos movemos; hasta que llegaba la muerte y otros animales semejantes venían a dar vueltas en el mismo redondel, creyéndose libres porque siempre tenían ante sus pasos nuevo espacio que correr. «Los muertos mandan», afirmaba una vez más Jaime en su pensamiento.

El no era como Potaje, que permanecía inmóvil y ceñudo a los pies de la cama, contemplando el cadáver como si no lo viese, mientras hacía girar el castoreño entre sus dedos. Iba a llorar como un niño. Su pecho jadeaba de angustia, mientras los ojos se le hinchaban a impulsos de las lágrimas. En el patio tuvo que apartarse para dejar paso a los picadores que volvían al redondel.

Ese redondel de metal se llama espejo. En la ciudad cada persona tiene uno, por más que nosotros, aquí en el campo, no los hayamos visto hasta hoy. Encantada la mujer con el presente, pasó algunos días mirándose a cada momento, porque, como ya dije, era la primera vez que había visto un espejo, y por consiguiente, la imagen de su linda cara.

Dada la señal por la presidenta, que era una señora guapetona, muy rumbosa y muy dadivosa, aparecieron en el redondel las tres cuadrillas al son de una marcha española tocada por la banda de un batallón: cada cuadrilla se componía del espada, tres banderilleros y los correspondientes monos sabios: estaban suprimidas las picas.