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Humillado ante el altar de los Dolores, y después ante la imagen de San Lesmes, permanecía buen rato en abstracción mística; despacito recorría todas las capillas y retablos, guardando un orden que en ninguna ocasión se alteraba; oía luego dos misitas, siempre dos, ni una más ni una menos; hacía otro recorrido de altares, terminando infaliblemente en la capilla del Cristo de la Fe; pasaba un ratito a la sacristía, donde con el coadjutor o el sacristán se permitía una breve charla, tratando del tiempo, o de lo malo que está todo, o bien de comentar el cómo y el por qué de que viniera turbia el agua del Lozoya, y se marchaba por la puerta que da a la calle de Atocha, donde repartía las últimas monedas del cartucho.

Así que, sin vacilar, sacó la baqueta del fusil y aproximándose y empinándose cuanto pudo le aplicó un par de palos en las piernas con toda su fuerza. D. Lesmes reprimió un grito y se dejó caer al suelo. El capitán le atizó con igual rabia otros tres estacazos en las espaldas sin proferir una voz.

El capellán D. Lesmes venía de este pueblo caballero en una jaca torda, linda y briosa. Era D. Lesmes, como ya sabemos, hombre apuesto, se hallaba en la flor de la edad y era además fachendoso, y sobre todo galán y enamorado. No es maravilla, pues, que al ver á la aldeana hiciese parar en firme á su caballo y pusiera cara de pascua. Buenos días, Florita, buenos días.

Al pobre Jacinto no se le ocultaban las intenciones del capellán porque las ponía bien de manifiesto, pero era harto inocente para saber contrariarlas: ni aun se atrevía á quejarse. En cuanto D. Lesmes entró en la esfoyaza se puso más triste que la noche: así que comenzó á departir con su novia quedó repentinamente mudo y sombrío.

Pues cuando menos lo pienses vendré por la noche á llamar á tu ventana... Adiós, Florita; adiós, botón de rosa... adiós, clavel de Italia, ¡adiós! ¡adiós! Y D. Lesmes descargó su emoción hincando las espuelas á la jaca, que botó como una pelota y se alejó brincando con fragor por la calzada pedregosa. Flora permaneció un instante inmóvil contemplándole con ojos risueños y triunfantes.

¡Hola, amigo D. Lesmes! ¡Qué encuentro tan feliz! ¿Cómo á estas horas por aquí? exclamó en tono jovial y un si es no es burlón. El capellán se puso colorado hasta las orejas. Voy á ver al señor cura de Villoria que me han dicho se encuentra un poco enfermo. ¡Siempre practicando obras de misericordia!... ¿Y qué tiene el señor cura? Pues según parece es un enfriamiento.

Así, el pobre Jacinto de Fresnedo cargó de modo real con la culpa de D. Lesmes y de un modo ideal con los palos. Florita se prometió hacerle pagar cara la vergüenza y la molestia que le hizo experimentar. Terminada de tal modo feliz aquella aventura temerosa, cada cual se volvió á la cama. ¡Zángano! ¡más que zángano! ¡pendejo! ¡rijoso!... ¿Para qué quieres á esta niña? ¿Para casarte?

Aunque más agitada, no dejaba de ser dulce y sabrosa la que llevaba el capellán D. Lesmes. Rasurado con primor, más bien delgado que grueso, de tez sonrosada, nariz aguileña, ojos pequeños y vivos y no poco pícaros, de cuarenta años de edad. No tenía más órdenes que la prima tonsura impuesta para que pudiese disfrutar las pingües rentas de una capellanía de familia.

¡Ya, ya!... Ha sido una temeridad... Desengáñese usted, D. Lesmes, hay que andarse con mucho tiento en eso de ponerse á los balcones, aunque sea en estas noches calurosas. El capellán enrojeció de nuevo.

Mas por muchos esfuerzos que hacía no lograba D. Lesmes adquirir aplomo. Entre ambos interlocutores flotaba como una nube el recuerdo de la paliza de la noche, y este recuerdo alegraba maliciosamente los ojos del capitán y entristecía y avergonzaba los suyos. Por fin se despidieron.