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Por allí andaban Foja, los dos Orgaz y algunos otros de los socios del Casino que asistían a las cenas mensuales en que se conspiraba contra el Provisor. El ex-alcalde se multiplicaba, entraba y salía en casa de don Santos, bajaba con noticias, le rodeaban los amigos. Está espirando. ¿Pero conserva el conocimiento? Ya lo creo, como usted y como yo. Era mentira.

En Gallarta había un jayán, vencedor en todas las apuestas, que los contratistas llevaban á sus cenas, cuidándolo como si fuese una mujer amada, tentándole los músculos para apreciar si su vigor decrecía, engordándolo á todas horas con champagne y fiambres, con igual mimo y cuidado que si fuese un gallo de pelea.

Hasta hace cien años, los hombres vivían como esclavos de los reyes, que no los dejaban pensar, y les quitaban mucho de lo que ganaban en sus oficios, para pagar tropas con que pelear con otros reyes, y vivir en palacios de mármol y de oro, con criados vestidos de seda, y señoras y caballeros de pluma blanca, mientras los caballeros de veras, los que trabajaban en el campo y en la ciudad, no podían vestirse más que de pana, ni ponerle pluma al sombrero: y si decían que no era justo que los holgazanes viviesen de lo que ganaban los trabajadores, si decían que un país entero no debía quedarse sin pan para que un hombre solo y sus amigos tuvieran coches, y ropas de tisú y encaje, y cenas con quince vinos, el rey los mandaba apalear, o los encerraba vivos en la prisión de la Bastilla, hasta que se morían, locos y mudos: y a uno le puso una mascara de hierro, y lo tuvo preso toda la vida, sin levantarle nunca la máscara.

Los maridos no necesitaban menos de la presencia de Aresti. Le consultaban en los asuntos de familia, y, apenas terminado su trabajo en las minas, le buscaban por las noches, organizando en su honor cenas pantagruélicas.

No le fue a la zaga en esto Miguel, estimulado con su ejemplo: ambos comenzaron a darse vida de príncipes disfrutando alegremente de los siete mil duros de renta que el brigadier había dejado; teatros, bailes, paseos, cenas a última hora, partidas de juego y de caza, noches de amor y de crápula, de todo gozó el héroe de nuestra historia en los cuatro años que siguieron a la muerte de su padre.

Me parece que me he escurrido. ¿Y si se engolosina, y yo mismo la echo a perder, despertándole la codicia? En realidad..., ¿qué clase de mujer es? No es cosa de hacer el primo. Una chicuela criada a puerta de calle, en un estanco, una corista distinguida... ¡Me da una rabia pensar que si hubiera tenido paciencia la pesco con cuatro cenas y un traje!

Foja, los Orgaz, Glocester «como particular, no como sacerdote», don Álvaro Mesía, los socios librepensadores que comían de carne solemnemente en Semana Santa, algunos de los que asistían a las cenas secretas del Casino, los redactores del Alerta y otros muchos enemigos del Provisor visitaban de vez en cuando a don Santos; todos compadecían aquella miseria entre protestas de cólera mal comprimida. «Oh el hombre que había reducido a tal estado al señor Barinaga era bien miserable, merecía la pública execración». Pero nada más.

Mírela usted decía señalando á la imagen. ¡Qué hermosa es! ¡Y qué bien le sienta la corona!... Aresti miraba la imagen, el «fetiche bizkaitarra», como decía él en sus cenas con los amigos de Gallarta, y la encontraba grotescamente fea, como todas las imágenes españolas que son famosas y hacen milagros.

Hablábase entre dientes, por los salones, de ciertas cenas semanales donde se reunían con el marqués y sus amigos esas mujeres sin principio que París ve girar cual estrellas errantes entre los confines de la buena sociedad y de la sociedad dudosa, no faltando quien asegurara que de aquellas personas, algunas eran llevadas a tan orgiásticos festines por sus mismos maridos, lo que hace de tales entes el más cumplido elogio.

Pero en el silencio de la noche, cuando todos dormían, tras el bullir de las cenas o el trajín de los bailes, Lázaro con la cabeza entre las manos, caído a sus pies el libro de rezo y rota la oración en los labios, sentía el alma movida de esos misteriosos efluvios que nunca engendra la piedad religiosa, porque solo brotan cuando saboreamos la esperanza de la propia ventura.