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Por otra parte, hacía mucho tiempo que Blanca había ganado todos los corazones, y aunque su repentina metamorfosis hacía murmurar un poco, las frases eran menos malévolas de lo que puede esperarse generalmente de nuestra pobre naturaleza humana. ¡Bah! Yo había sospechado algo sólo por ver la manera que tenía don Héctor de comérsela con los ojos. Nadie mira de ese modo a su sobrina.

En medio del camino, y muy distante aún de las puertas de la ciudad, se sintió algo cansada y se sentó al pié de un árbol. Sacó del bolsillo una naranja; y ya iba a mondarla para comérsela, cuando se le escapó de las manos y empezó a rodar por aquella cuesta abajo con singular ligereza.

Los amigos, unos falsos; la familia... buena pa comérsela con patatas. Todas esas cosas de rivoluciones y repartos, mentiras, palabras pa engañar a los pimplis. Esto es la única verdá, ¡el vino!: de trago en trago nos lleva entretenidos y alegres hasta la muerte. Beba, don Fernando; se lo ofrezco porque es nuestro, porque nos lo hemos ganado. Es barato: sólo cuesta una misa.

Santa Cruz tomó un tono muy plañidero para decirle: «¡Y yo tan estúpido que no conocí tu mérito!, ¡yo que te estaba mirando todos los días, como mira el burro la flor sin atreverse a comérsela! ¡Y me comí el cardo!... ¡Oh!, perdón, perdón... Estaba ciego, encanallado; era yo muy cañí... esto quiere decir gitano, vida mía.

En seguidita me voy a mi cuarto y hago con él una pajarita preciosa... Ninguna me ha salido tan bien... El papel era gruesecito, ¿sabes?... Tenía el piquito levantado, que apetecía comérsela... Voy muy callandito a su alcoba y se la coloco sobre la mesa de noche. Al día siguiente le encontré con un hocico de media vara, que aún dura, y a mamá lo mismo... pero no me han dicho palabra.

Muchos, al abandonar su vivienda habían tenido que arrancarse de los brazos de sus mujeres, que lloraban presintiendo el peligro, pero al verse entre los compañeros, erguíanse arrogantes, mirando a Jerez con ojos bravucones, como si fueran a comérsela. ¡Vamos! exclamaban. ¡Que da ánimo ver tantos probes juntos, dispuestos a hacer una hombrada!... Eran más de cuatro mil.

Encamináronse lo más pronto posible al parador de la silla de posta, que no tardó en llegar. Abrió la portezuela el tío Manolo, y se apresuró a dar la mano a su cuñada, que saltó en tierra con mucha compostura y elegancia. El brigadier, después de abrazar a su hijo, lo presentó a su nueva mamá, quien le dio un beso en la mejilla, reparando poco en él. Era una mujer hermosa, alta, maciza de carnes, el rostro blanco y ovalado, negros y grandes los ojos, pestaña larga, cabello castaño tirando a rubio, derecha de espaldas y cogida de cintura, gallarda y briosa en sus movimientos y un tantico soberbia. Miguel entendió que no había visto nunca nada tan bello, y la expresó su rendimiento mirándola hasta comérsela con los ojos. Terminados los saludos y las preguntas que en casos tales suelen repetirse bastante, se entraron los cuatro en la carretela. Sentose la dama en el fondo a la derecha, y el brigadier a su lado: Miguel y el tío Manolo se acomodaron enfrente. Comprendiendo el buen efecto que en su hijo había causado la mamá que le traía, el brigadier iba muy complacido y estaba harto locuaz; mucho más de lo que acostumbraba. El tío Manolo, por cierto instinto de coquetería que jamás le abandonaba, hacía esfuerzos por mostrarse agudo y chistoso delante de su cuñada, y la abrumaba a galanterías. «Ángela, ¿te molestan las ventanillas abiertas? la decía llamándola por su nombre y tuteándola ya. ¿Quieres que cerremos ésta de la derecha? ¿Llevas los pies fríos? Dame acá esa sombrilla.

Con ustedes he guardado consideración porque ésta es mi hermana... y porque se lo merece... y porque usted tiene buen aquel... ¡y porque me ha dado la gana, vamos!... ¿Verdá uté que apetece comérsela? añadió tomando la barba de su hermanita con dos dedos y sacudiéndole la cabeza. ¿No sería una pena que esta naranjita de la China se fuese a sentar en el polletón?

Las mujeres de la villa no podían reprimir el entusiasmo y le prodigaban en voz alta mil adjetivos a cual más lisonjero. ¡Mírala, mírala qué preciosa va, mujer del alma! ¡Si apetece comérsela a besos! ¡Y qué traje tan rico lleva! Dicen que ha venido ex profeso de París. No ha querido vestirse de tisú.

Un día que estaban solos, como Miguel la mirase desde su taburete hasta comérsela con los ojos, le dijo con sonrisa burlona y placentera a la par: ¿Por qué me miras tanto, Miguelito?... ¿Te gusto? La vergüenza y la confusión se apoderaron del chico; se puso como una cereza y concluyó por llorar desconsoladamente como si le hubiese dicho alguna injuria.