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Allí vive el señor Longinos, platero viejo, que desde que era mozo anda surtiendo de alhajas á la grandeza de España. Pasa por ser un hombre muy honrado. Pues vamos allá. Encamináronse á aquella especie de sótano y entraron. Un hombre como de setenta años, tembloroso y excesivamente flaco y encogido, se levantó con cuidado de detrás de un mugriento mostrador.

No hay que ser tan escrupulosas dijo doña Manuela . Todos nos conocen, y porque un día nos vean salir a pie no van a imaginarse que nos falta el carruaje. Vamos, niñas, ¡a paseo! Y salieron de casa con el propósito de ir a cualquier parte menos a la Alameda. Pero el paseo las atraía; no sabían adonde ir, y al fin, insensiblemente, sin ponerse de acuerdo, encamináronse allá.

Encamináronse lo más pronto posible al parador de la silla de posta, que no tardó en llegar. Abrió la portezuela el tío Manolo, y se apresuró a dar la mano a su cuñada, que saltó en tierra con mucha compostura y elegancia. El brigadier, después de abrazar a su hijo, lo presentó a su nueva mamá, quien le dio un beso en la mejilla, reparando poco en él. Era una mujer hermosa, alta, maciza de carnes, el rostro blanco y ovalado, negros y grandes los ojos, pestaña larga, cabello castaño tirando a rubio, derecha de espaldas y cogida de cintura, gallarda y briosa en sus movimientos y un tantico soberbia. Miguel entendió que no había visto nunca nada tan bello, y la expresó su rendimiento mirándola hasta comérsela con los ojos. Terminados los saludos y las preguntas que en casos tales suelen repetirse bastante, se entraron los cuatro en la carretela. Sentose la dama en el fondo a la derecha, y el brigadier a su lado: Miguel y el tío Manolo se acomodaron enfrente. Comprendiendo el buen efecto que en su hijo había causado la mamá que le traía, el brigadier iba muy complacido y estaba harto locuaz; mucho más de lo que acostumbraba. El tío Manolo, por cierto instinto de coquetería que jamás le abandonaba, hacía esfuerzos por mostrarse agudo y chistoso delante de su cuñada, y la abrumaba a galanterías. «Ángela, ¿te molestan las ventanillas abiertas? la decía llamándola por su nombre y tuteándola ya. ¿Quieres que cerremos ésta de la derecha? ¿Llevas los pies fríos? Dame acá esa sombrilla.

Encamináronse á San Martín, llegaron, tomaron á la izquierda por la estrecha calleja del postigo, revolvieron á la derecha, y se entraron por unos tapiales derribados, en un ancho hundimiento. Treparon aquellos dos hombres sobre los escombros, y á poco les detuvo una voz que les dijo: ¿Quién va? El alférez Saltillo dijo uno de los que llegaban. ¿Viene con vos el difunto? dijo otro.

Muy por el contrario: estos infatigables varones, sin descansar de su larga y penosa peregrinación, encamináronse á Tordesillas, residencia entonces del infante D. Fernando, hermano del rey de Castilla D. Enrique III el Doliente, y le expusieron sus agravios, pidiéndole protección contra el Obispo de Plasencia.

Y llevándose tras á Montiño, que estaba adherido á él por el terror, salió de su aposento y poco después del alcázar. Encamináronse á casa de la Dorotea. Cuando llegaron á la puerta, el bufón dijo al cocinero: Llamad y entrad, aquí os aguardo. Montiño llamó temblando. Abrióse la puerta y apareció Pedro.