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En un sitio predominaba el mármol, y se exhibían en número considerable cruces de tumba y de fachada de iglesia, mostradores, lavabos, y hasta sepulturas, cuyos constructores se habían declarado en quiebra antes de llevarlas al cementerio. En otro lugar se amontonaban las alfombras, plegadas en rollo, con intenso olor de polvo, mostrando los apagados colores de su revés.

El verlas plegadas y frías hace temblar... Un gran corzo, magnífico y tranquilo, parecía dormir, con su lengüecita sonrosada fuera de la boca, cual si aun fuese a lamer. Y también estaban allí los cazadores, inclinados sobre aquella carnicería, contando y tirando hacia sus morrales de las patas ensangrentadas y de las alas rotas, con menosprecio de todas esas heridas recientes.

Feli y su amante deseaban adquirir la cama antes que los otros muebles, y se detenían indecisos al ver en los puestos y en las puertas de las tiendas camas de todas clases, de hierro y de madera, unas plegadas, otras extendidas, con su colchón de muelles. La muchacha deteníase, asombrada por esta abundancia, indecisa, desorientada, gustándole varias a un tiempo y sin decidirse por ninguna.

Luego, el «monseñor» canalizaba la generosidad de la santa dama en otro sentido. Era necesario propagar la fe por medio del «buen libro», y surgía en París una nueva casa editorial, inaudita, inverosímil, en la que los paquetes de libros eran almacenados en estantes de caoba y las hojas plegadas sobre tableros de laca.

El cuervo viene por el aire dejándose ya caer con las alas plegadas, trayendo el pan en el pico y destacando su negro plumaje sobre el tono grisaseo de las rocas: San Antonio contempla admirado al ave prodigiosa, y San Pablo, con las manos juntas y levantadas, mira al cielo en acción de gracias.

A la puerta de la sacristía tropezó nuestro joven con Celesto, de rodillas, con las manos plegadas, los ojos en blanco, en éxtasis completo; tan arrobado que no le vio. Conservaba todavía en la mejilla izquierda señales de una reyerta que había tenido en la taberna la tarde anterior.

La pobre se asustó, parece que le correspondía en la intimidad de su corazón, aunque sabía ocultarlo y dominarse y había puesto una lápida sobre sus sentimientos culpables. ¡Ah! ¡Estas lápidas de olvido! ¡Cuántas mujeres porteñas han atravesado la vida melancólica hasta una noble ancianidad, plegadas por la virtud a la rutina cotidiana, distraídas por el cariño a los hijos, mientras un amor del pasado se ha ido muriendo como una claridad pálida en sus almas!

Su complicado y elegantísimo vestido, que era el del país, se componia de una camisa de muselina muy blanca, sin cuello, graciosamente plegada en el pecho, con anchas mangas abombadas hasta la mitad de los brazos; un corpino de seda violeta con ribetes azules, abotonado por delante y muy avanzado hácia abajo, llegando solo hasta la altura de la mitad del pecho y la espalda, y sujeto con unas cadenas de plata en forma de calzonarias; estas se desprendian de los hombros, por dos piezas de seda azul que los cubrian, y caian pendientes hasta abajo de la cintura, sobre enaguas muy plegadas y nada ampulosas, de una especie de muselina de color de castaña, que salian debajo del corpiño.

¡Agapito... Agapito... por Dios, no me las lleve!... ¡Agapito!... ¡señor escribano!... por Dios no me las lleve... por su madre... no me las lleve... ¡por Dios no me las lleve! Y deshecho en llanto, corría de uno a otro lado con las manos plegadas pidiéndoles misericordia. Los alguaciles ataban en silencio, con la cabeza baja, sin atreverse a mirarle.

Al ver a su madre política, en cuyo rostro la enfermedad había hecho crueles estragos, contraído ahora por el terror, con los ojos suplicantes, las manos plegadas hacia él con mortal congoja, aflojó la suya y la dejó caer sobre el muslo. No tuvo tiempo a decir nada. Doña Paula, sin mirar a Ventura, le cogió de la ropa diciéndole: Ven, hijo mío, ven. Yo arreglaré este asunto, y te volveré la calma.