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¿Cómo está usted? Regular: ¡gracias! ¿Y usted? Voy pasando: ¡gracias! ¿Y su familia? No tiene novedad: ¡gracias! Yo pregunto á los que opinan que la competencia explica este contínuo é indigesto merci: ¿tambien la competencia explica esto en el trato social íntimo, en el seno de la familia? ¿Tambien la familia y la amistad son mostradores de mercader?

Los joyeros, de perfil semítico, esperaban detrás de sus mostradores las compras más que las ventas, y ofrecían tranquilamente por la alhaja adquirida allí mismo el año anterior la cuarta parte de su precio. El príncipe adivinó de lejos la personalidad de muchos que en esta hora matinal ocupaban ya los bancos frente á la escalinata del palacio.

El término de su viaje fue una esplanada de estercoleros, rodeada de desmontes, donde se alzaban varias barracas hechas de tablas, puertas de restos de derribos, mostradores viejos, esteras, persianas, grandes trozos de hule, muestras de tiendas y toldos de carro, todo ello recubierto, guarnecido y como blindado con latas de petróleo deshechas y claveteadas, que la lluvia y el óxido habían jaspeado de manchas rojizas, semejantes a una erupción de sangre seca.

Así que estaba llena la subía sobre la cabeza a uno de los cuartos de arriba, donde con todo esmero y arte colocaba las camisas, las chambras, cofias y peinadores sobre unos mostradores hechos al intento: las cubría delicadamente con un lienzo, y luego se salía cerrando la puerta y guardando la llave en el bolsillo.

Reaccioné recordando el deber de estudiar de cerca el Canal de Panamá para informar a quien correspondía, y seguí adelante. Una sola calle habitable; a cada dos pasos, un bar-room americano, los mostradores de estaño, las llaves de cerveza, botellas, vasos de toda forma, manojos de canutos pajizos y la lista interminable de las bebidas heladas inventadas por los yanquis.

Y juntos como hermanos, están otros pabellones más: el de Bolivia, la hija de Bolívar, con sus cuatro torres graciosas de cúpula dorada, lleno de cuarzos de mineral riquísimo, de restos del hombre salvaje y los animales como montes que hubo antes en América, y de hojas de coca, que dan fuerza al cansado para seguir andando: el del Ecuador, que es un templo inca, con dibujos y adornos como los que los indios de antes ponían en los templos del Sol, y adentro los metales y cacaos famosos, y tejidos y bordados de mucha finura, en mostradores de cristal y de oro: el pabellón de Venezuela, con su fachada como de catedral, y en la sala espaciosa tanta muestra de café, y pilones de su panela dulce, y libros de versos y de ingeniería, y zapatos ligeros y finos: el pabellón de Nicaragua con su tejado rojo, como los de las casas del país, y sus salones de los lados, con los cacaos y vainillas de aroma y aves de plumas de oro y esmeralda, y piedras de metal con luces de arco iris, y maderos que dan sangre de olor; y en la sala del centro, el mapa del canal que van a abrir de un mar a otro de América, entre los restos de las ruinas.

Tenía tres o cuatro tertulias favoritas alrededor de sendos mostradores. Repartía el tiempo libre entre la botica de la Plaza, la librería Nueva, que alquilaba libros, y el comercio de paños de los Porches, propiedad de la viuda de Cascos. En este último establecimiento era donde encontraba su espíritu más eficaz consuelo; un verdadero bálsamo en forma de silencio perezoso y de recuerdos tiernos.

El héroe forzudo lleva bajo sus bíceps los cartuchos de dinamita con los que hacer volar istmos y montañas, y el herrero tuerto martillea día y noche para servir los incesantes pedidos de su señor... Mercurio el trapacero, que robó descansadamente durante siglos detrás de los mostradores, hace ahora antesala en los Bancos y se quita con humildad el capacete con alas para suplicar al gerente el descuento de un pagaré... Hasta la caprichosa Venus hace salir de su alcoba por la puerta de escape, como entretenidos vergonzosos, a sus antiguos amantes olímpicos y abre luego de par en par la puerta de honor para que entre por ella el dios despreciado.

Le pareció estar en una feria de las que se celebran semanalmente al aire libre en los pueblos de España. Había que abrirse paso con los codos entre los grupos compactos. Bancos y sillas estaban convertidos en mostradores. Invadía el suelo un oleaje multicolor de cálidas tintas, remontándose hasta lo alto de las barandillas y los huecos de las ventanas.

Aquella noche no se hablaba sino de política, y solamente los que hemos vivido bajo la atmósfera caliente del Buenos Aires de entonces, podemos apreciar la importancia que tenían las pláticas de los mostradores de la calle del Perú y de la calle de la Victoria, y la concordancia de miras sociales y politiqueras que existía entre don Narciso Bringas y mi tía doña Medea Berrotarán.