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Entonces nada importa me pongas en olvido, Tu atmósfera, tu espacio, tus valles cruzaré, Vibrante y limpia nota seré para tu oido, Aroma, luz, colores, rumor, canto, gemido Constante repitiendo la esencia de mi . Mi patria idolatrada, dolor de mis dolores, Querida Filipinas, oye el postrer adios. Ahi te dejo todo, mis padres, mis amores.

A este salón venía muchas veces Lázaro en busca de algo para leer, o por entretenerse ordenando lo que allí estaba confundido. Abría un balcón que daba al jardín, y, respirando el grato aroma de los tilos cercanos, dejaba pasar el tiempo o se abismaba en sus eternas dudas.

Vibrante y limpia nota seré para tu oído; Aroma, luz, colores, rumor, canto, gemido, constante repitiendo la esencia de mi fe. ¡Mi patria idolatrada, dolor de mis dolores, querida Filipinas, oye el postrer adiós! Ahí te lo dejo todo: mis padres, mis amores; voy a do no hay esclavos, verdugos ni opresores; donde la fe no mata, ¡donde el que reina es Dios!

Es un magnífico pedestal, pero sin estátua; un sábio geroglífico, pero sin pirámide; un arcano que no tiene misterios, ó bien un misterio que no tiene arcanos. El arte de Aténas es materialista, grosero, impuro. No importa que Vénus sea disoluta; el secreto está en que sea hermosa. No importa que el demasiado aroma emponzoñe el aire; el secreto está en que se queme aroma.

Óyelos con atención. Soy toda oídos. El conde Enrique leyó de esta suerte: ¿Dónde te escondes, hermosa mía, que no consiguen verte mis ojos, Como te sueña mi fantasía, Llena de gracia, libre de enojos? Ven do el kokila dulce gorjea, Do presta el loto su aroma al viento, Ven que mi anhelo verte desea Y comprenderte mi entendimiento.

Jamás había visto el cielo tan diáfano ni el campo tan hermoso, jamás percibí tan grato el aroma de las flores ni más suave las notas del ruiseñor, jamás sentí mi cuerpo tan vigoroso y mi espíritu más lúcido. Pero ¡ay! el hombre es siempre un niño que persigue mariposas al borde de un abismo.

En los recodos de las peñas donde se amontonaban las algas y se secaban al sol, me gustaba también estar sentado; ese olor fuerte de mar me turbaba un poco la cabeza, y me producía una impresión excitante como la del aroma de un vino generoso. Las horas se nos pasaban entre las rocas, en un vuelo; casi siempre yo llegaba tarde a casa.

Aconteció, pues, que la Princesa, en una hermosa mañana de primavera, estaba en su tocador. La doncella favorita peinaba sus dorados, largos y suavísimos cabellos. Las puertas de un balcón, que daba al jardín, estaban abiertas para dejar entrar el vientecillo fresco y con él el aroma de las flores. Parecía la Princesa melancólica y pensativa y no dirigía ni una palabra a su sierva.

Los árboles no derramaban aroma, porque los frutos estaban aún demasiado verdes: en cambio, el suelo exhalaba olor fuerte de tierra húmeda. En uno de los ángulos de la pomarada se veía una gran mancha de sombra. Era que el sol estaba besando ya la cima de las colinas y empezaba á abandonar el valle.

No como la encina, que se levanta orgullosa hasta que el rayo la hiere, sino como las yerbecillas fragantes de las selvas y las modestas flores de los prados, que dan más suave y grato aroma cuando el villano las pisa.