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6 de mayo. Las conveniencias sociales me prescriben ver, al menos, a Eudoxia. El corazón me lleva hacia su tía. Las he visto. He visto a Adela también. ¡Qué digo, ay! no he visto más que a Adela.

Ella miró el reloj: las tres. Había que decidirse. Hizo un gesto cruel y levantó los hombros. Luego fué hasta la puerta por donde había desaparecido su esposo: Quédate, Federico; no te ocupes de . Cree que si te dejo es únicamente por no molestar á nuestros amigos. ¡Ay, las exigencias sociales! ¡Qué tormento!...

El segundo perdón que te pido es por no haberte contestado antes. He estado enferma, como habrás visto en las crónicas sociales de los diarios, donde queda, para los fines de la posteridad, el historial del curso de mi dolencia. Hemos sido muchas las personas «importantes» que hemos sufrido este invierno las destemplanzas del tiempo.

Tal es, trazada con exactitud por el pincel de una testigo de vista, la vida, y tales son las relaciones sociales que aparecen en las comedias de capa y espada de Calderón. Pero para que se forme una idea más clara de la naturaleza de estos dramas, insertamos en seguida un extracto del argumento de la titulada. Antes que todo es mi dama, una de las mejores de esta clase.

Es deplorable lo que pasa en lo referente al nuevo criterio moral de la sociedad porteña... No te extrañe oírme filosofar acerca de los vicios sociales.

Cuán lejos están los tenderos franceses y españoles de hoy de tener la alcurnia y los méritos sociales de aquella juventud dorada, hija de la tierra, último vástago del aristocrático comercio al menudeo de la colonia.

Pocas veces en su vida, ni aun en los mejores días de Jáuregui, se dio doña Lupe tanto pisto como en aquella entrevista, pues siendo el basilisco tan poco fuerte en artes sociales y hallándose tan cohibida por su situación y su mala fama, la otra se despachó a su gusto y se empingorotó hasta un extremo increíble.

Igualmente, en la tierra de los gigantes, cuando ocurran choques sociales, el rico no guarda con sus brazos la propia riqueza, puesta en peligro por la envidia revolucionaria de los pobres, sino que paga á otros pobres vestidos con un uniforme para que repelan y maten á sus compañeros de miseria. Gillespie, desconcertado por esta lógica, quedó silencioso por algunos momentos.

No pudo, sin embargo, guardar las fórmulas sociales con ella, y apenas la saludó, sin darle la mano. Mientras la joven hablaba con Bringas, la Pipaón de la Barca entraba y salía como si tal visita no estuviera en la casa. Fijándose en ella al paso, hubo de advertir algo que disminuyó sus antipatías.

Mi orgullo maternal y mi altivo menosprecio de las consideraciones y respetos sociales, en época en que estaba yo más sobre y muy engreída, me habían inducido a ser imprevisora y a no desear ni buscar con oportunidad mayor el reconocimiento de mi hija por quien evidentemente era su padre. Mi empeño fue ya tardío.