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Cuantos tomos enormes, roídos por el corte y forrados con papel grasiento, rodaban por los mostradores de las tiendas del Mercado, eran atraídos por sus manos, como si éstas fuesen un imán, y devorados rápidamente, unas veces por la noche, después de cerrar las puertas y robando horas al descanso, otras por la tarde, aprovechando ausencias de don Eugenio, en el fondo del almacén, a la dudosa claridad que se cernía en aquel ambiente cálido, impregnado del vaho de los tejidos y el tufo de la tintura química.

El muchacho berreaba y corría de un lado a otro llamando a su padre. «¡Otro a quien han engañado!», decían los dependientes desde sus mostradores, adivinando lo ocurrido; y nunca faltaba un comerciante generoso que, por ser de la tierra y recordando los principios de su carrera, tomase bajo su protección al abandonado y lo metiese en su casa, aunque no le faltase criadico.

Yo no recuerdo haber pasado en pueblo alguno por calle que tenga tanto carácter de autenticidad secular; donde tan íntegros é intactos se vean los antiguos usos y costumbres; donde tan viva y patente se toque la España de la Edad Media, no ya representada por mudos monumentos ni aislados edificios, sino por las tiendas y por los talleres que siguen abiertos al público; por las mercancías que en ellos se venden ó se elaboran; por la disposición de sus escaparates, mostradores y armarios; por las industrias allí fehacientes; por todas las casas, sin excepción alguna, desde las de aspecto señorial hasta las más humildes y vulgares; por sus vidrieras, visillos, cortinas, esteras y zarzos; por los muebles en activo servicio que se columbran en algunas salas bajas; por el color, el empedrado y hasta los transeuntes de la misma calle; por todo, en fin, lo que es su estado presente, su movimiento actual, su existencia social de hoy.....

Muchas guardaban aún sus mostradores de piedra y sus tinajas de barro. Los edificios particulares carecían de fachada. Sus muros exteriores eran lisos, inabordables, con algún que otro tragaluz enrejado y alto, lo mismo que en los palacios de Oriente.

En un sitio predominaba el mármol, y se exhibían en número considerable cruces de tumba y de fachada de iglesia, mostradores, lavabos, y hasta sepulturas, cuyos constructores se habían declarado en quiebra antes de llevarlas al cementerio. En otro lugar se amontonaban las alfombras, plegadas en rollo, con intenso olor de polvo, mostrando los apagados colores de su revés.

Enfrente hay un hombre sentado que da las papeletas; en cada puerta lateral hay otro que las recibe con el sello encarnado, en señal de que la cuenta se ha satisfecho. A izquierda y derecha están los mostradores de la oficina, y en cada uno dos señoras sentadas para la suma de las papeletas y la impresion del sello.

Y después, los mostradores estaban alfombrados con tripes representando todo un jardín zoológico de fieras estampadas, tigres, panteras, gatos monteses y leones rubicundos, reposados majestuosamente sobre paisajes historiados de selvas de lana con que las fábricas de Manchester reemplazaban en nuestras mansiones aristocráticas de entonces la carencia de Aubuisson y de gobelinos.

Se hizo cargo que nuestra Corte estaba empeñada en sostener una guerra contra los Ingleses, que ocupaban toda su atencion: que los excesivos clamores de los mercaderes y comerciantes, contra los nuevos impuestos repetidos muchas veces á los compradores, desde sus almacenes y mostradores, sin otro motivo que el de ver disminuida su excesiva ganancia, habian penetrado no solo los corazones de los indios, sino los ánimos de todos: que se prestaban gratos los oidos á las voces de libertad é independencia, y que su propio corregidor, D. Antonio de Arriaga, estaba excomulgado por el Obispo del Cuzco, cuya providencia espedida imprudentemente por aquel prelado, en ocasion tan peligrosa, habia atraido contra él los ánimos de sus provincianos, creyó no podia presentarsele coyuntura mas favorable para establecer su dominio: y persuadido por todos accidentes que reconocia, hallaria un apoyo general para realizar su temerario intento, lo puso en egecucion.

Un hedor repugnante de carne cruda impregnaba el ambiente, y sobre la línea de mostradores ostentábanse los rojos costillares pendientes de garfios, las piernas de toro con sus encarnados músculos asomando entre la amarillenta grasa con una armonía de tonos que recordaba la bandera nacional, y los cabritos desollados, con las orejas tiesas, los ojos llorosos y el vientre abierto, como si acabase de pasar un Herodes exterminando la inocencia.

Lo más importante era encontrar una buena casa y amueblarla con muebles ingleses, «serios», «distinguidos», y mostradores de caoba brillante. Además, eran necesarios un enorme rótulo dorado, juegos de banderas para las fiestas patrióticas, y gran iluminación nocturna en la fachada. Capital para empezar: dos o tres millones de pesos.