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Pero no lo era tanto cuando se acercaba á gustar prácticamente las delicias que, desde el fondo de los alfombrados gabinetes de las populosas ciudades, descubren los poetas entre el follaje de los bosques y sobre el blando césped de las campiñas.

Y una campana tañe a lo lejos con lentas, solemnes vibraciones. La ciudad está ya en plena vida cotidiana. Se han abierto todas las puertas; los carpinteros trabajan en sus amplios zaguanes alfombrados de virutas; van las mozas con sus cántaros a coger el agua en las fuentes de rojo mármol, donde los caños caen rumorosos.

Por ahí se va a la vida y a la libertad de las planicies soleadas, al bullicio de las ciudades, a las damas elegantes y a los hombres bien vestidos, a la conversación culta y amena, a los salones alfombrados, al libro, al teatro, al periódico, al Casino, al Ateneo... ¡mientras que por aquí!...

Iba al Congreso en los días que precedieron a su solemne apertura, y en sus alfombrados salones y pasillos, y en cada uno de los infinitos grupos de diputados, periodistas, altos funcionarios y otras gentes de mucha nota, que se formaban aquí y allá, hablábase de todo menos de su llegada, de su caudal o de su importancia.

Y después, los mostradores estaban alfombrados con tripes representando todo un jardín zoológico de fieras estampadas, tigres, panteras, gatos monteses y leones rubicundos, reposados majestuosamente sobre paisajes historiados de selvas de lana con que las fábricas de Manchester reemplazaban en nuestras mansiones aristocráticas de entonces la carencia de Aubuisson y de gobelinos.